Hola amigos:
Ya estoy de regreso en mi cómoda ciudad. Por fortuna dejé la vida pastoril a que me vi condenado por un mes. No cabe duda que soy un citadino irredento, prefiero el bullicio de un ambiente de cantina con sus olores al aire puro del campo.
Les cuento que estuvimos más de un mes en la estancia (en México se llaman ranchos) de un cuñado, por cierto muy confortable, cuartos con baño y todas las comodidades como agua corriente, fría y caliente, excepto señales para teléfono celular e internet, se manejan con radio (favor de no preguntarme ¿cómo?)
Saben al hermano de mi mujer como es acaudalado y tiene negocios con ciudadanos ingleses le ha dado por tener las costumbres de ellos: toma whisky, el té de las 5 de la tarde y una caballeriza con caballos de estima (de media sangre). Sus hijas son unas excelentes amazonas. Ellas me invitaron a cabalgar a campo traviesa, desde luego en albardón no en silla charra. El caballo que me escogieron, un negro azabache precioso, disque mansito llamado nene, pero que debería llamarse diablo negro. Desde el principio el animal me vio con mirada atravesada (me imagino que al igual que los perros huelen el miedo). Iniciamos el recorrido y de repente sin decir agua va, el maldito corcel empezó a galopar a toda velocidad, y no había manera de detenerlo. Yo, como ustedes comprenderán, iba agarrado con veinte uñas y con el Jesús en la boca. Aunque era agnóstico, en ese momento me encomendé a todos los santos habidos y por haber como la Madre Teresa. Me imagino que gracias a su intervención divina no vine a dar al suelo con mis viejos huesos, pues ahí hubiera quedado. Por fortuna llegamos a una zona pavimentada y el cuaco extrañado se paró y yo desmonté hecho madre, pensando: “de pendejo me vuelvo a subir”.
Al principio las muchachas se preocuparon pero cuando me vieron a salvo se morían de la risa (como duele en el ego). Para salvar las apariencias les dije que iría mejor a pie más que nada para observar con calma el paisaje.
Yo con mucho orgullo soy norteño (del norte de México), acostumbrado a la comida sana tipo americana. En el centro y sur de la República Mexicana cocinan viandas deliciosas, pero muy condimentadas con picante y muchas especies. Al tercer día me pasó lo que a los turistas americanos, fui presa de La venganza de Moctezuma. Me ha agarrado una diarrea de órdago que ya me andaba.
Mi desgracia fue también motivo de jolgorio de los familiares de mi mujer. Mientras la familia disfrutaba de aparentes concupiscencias culinarias yo fui sometido por mi media naranja a una dieta de frutas y verduras. Alimentación muy sabrosa para un conejo pero no para un cristiano recién convertido.
Lo que les voy a contar sucede en todas partes, pero donde se da uno cuenta es en lugares pequeños, no en megalópolis donde ni los vecinos se saludan.
Para estar tranquilo y evitar posibles desgracias me dio por visitar a la pequeña pero risueña ciudad de San José Iturbide, Guanajuato (a escasos kilómetros del rancho) y ahí fui testigo de una historia que no sé como titular: si como una historia de amor que nunca sucedió, o como las mañas de un solterón. Les cuento el suceso:
Don Celso, tío de mi mujer, senescente caballero soltero, visitaba un día a la semana a Petrita, madura señorita soltera. Bebían una copita de jerez y jugaban a las cartas. Luego ante una taza de chocolate con pastitas —así llamaba la señorita Petrita a las galletas maría— sostenían una discreta conversación sobre diversos temas. Ella abrigaba honestas intenciones sobre su visitante, de modo que se ilusionó cuando su visitante le preguntó: “¿cree usted en el más allá?” “No soy ducha en temas metafísicos, prefiero lo práctico. Dejemos eso del más allá y hágase usté p’acá” —contestó la dama. Don Celso se turbo con esa expresión tan vulgar y más cuando ella le propuso:
“Juguemos a las adivinanzas: si me adivina la edad que tengo le permitiré que me dé usté un beso”.
Como buen solterón el caballero comprendió que un beso en el noviazgo es tentación y en el matrimonio una obligación. Para salir del compromiso le dijo: “Tiene usted 2,000 años de edad”. “Bueno — sonrió ella—. Año más año menos, acertó usté. Venga ese beso”.
La dama cerró los ojos y estiró los labios esperando el beso, pero don Celso aprovechó que ella tenía los ojos cerrados para levantarse de la silla sin hacer ruido y escapar de ahí con pacitos tácitos y presurosos, no sin antes echarse a la bolsa las galletas marías que habían quedado en el plato.
Aunque tengo más historias de mi estadía en el campo, mejor ahí muere, pues no son muy agradables para mí y ya me cansé de ser motivo de burlas.
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