“He sido un hombre afortunado:
nada en la vida me ha sido fácil”. Freud
El ejemplo de Job
Desde épocas remotas el nombre de Job está unido a una palabra: la paciencia.
Su historia es tan dramática como ejemplar y su compostura es un vivo ejemplo de resignación y de fe.
Es menester recordarla en estos tiempos en que los avatares de la vida pueden llevarnos a las puertas de la desesperación y conocer la virtud que hizo famoso al protagonista de la historia de marras, que lleva consigo la moraleja que saber esperar tiene su recompensa.
Job es un rico personaje de la tradición hebrea que vivió en el siglo XIV antes de Cristo en compañía de su esposa y sus diez hijos: siete varones y tres hembras.
Según la tradición, Dios le concedió el poder a Satanás para que pusiera a prueba la fe de este siervo ante la afirmación de éste de que Job le seguía únicamente por los bienes que de Él había recibido. A partir de este momento empiezan sus padecimientos pues pierde todo lo que poseía, enferma y ve morir todos sus hijos.
Job, no obstante, jamás desfallece y sostiene que el Todopoderoso es justo, y por su temple y sus firmes convicciones recobra la salud, su prosperidad de antaño y procrea otros siete hijos y tres hijas que trajeron, de nuevo, la alegría a su hogar. Con paciencia inconmensurable venció al demonio.
En la actualidad, como en aquel entonces, la vida nos somete a duras pruebas de las que podemos salir airosos aplicando la “técnica” empleada por Job de hace tantos siglos.
Gracias a esa virtud podemos soportar serenamente los infortunios que nos depara el destino. Para los ascéticos –personas austeras de vida consagrada a los ejercicios piadosos-, existen tres grados de paciencia:
Restringir la tristeza del ánimo, de modo que no se exteriorice.
Moderar esa tristeza, serenando el corazón, y
recibir las contrariedades con alegría y contento.
Esto no significa que los “pacientes” deban cruzarse de brazos, sin tiempo ni medida a esperar, simplemente, que las cosas acontezcan. Recordemos la frase bíblica “Ayúdate, que yo te ayudaré”; esto significa que mientras se espera con fe que las aguas retomen el curso que aspiramos, debemos poner de nuestra parte para lograr el objetivo.
Creo que todas las personas, sin distinción, hemos acudido al supremo recurso de la paciencia en lo que aguardamos que de alguna manera nuestros problemas alcancen soluciones: el hambriento que requiere alimentos; el reo que ansía libertad; el enfermo que espera recobrar la salud perdida; el enamorado que aguarda ser correspondido; el militar que aspira a ascender de escalafón; el artista que persigue el reconocimiento de su obra, y así, sucesivamente.
Por paciencia debemos aprender a esperar aunque no queramos. Puede ocurrir que durante la espera encontremos algo que nos guste tanto que nos olvidemos de nuestra inercia; por paciencia dedicamos tiempo para soñar y desarrollar la confianza en nosotros mismos para ver realizados nuestras aspiraciones aunque pasen los días y no sepamos de qué manera sucederá.
Requerimos paciencia para amar a los demás y para, aunque nos decepcionen, aceptarles como son y perdonar sus actitudes. También para amarnos nosotros mismos mientras nos damos tiempo para crecer y ser felices, conscientes de que cada día de nuestras vidas debemos dar paso un paso hacia delante.
Por paciencia debemos estar dispuestos a enfrentar grandes desafíos con la certeza de que la propia vida nos ha dado el valor para encararlos con éxito.
Donna Levine expresó en una ocasión: “Paciencia es la capacidad de continuar amando y riendo sin importar las circunstancias porque reconoces que, con el tiempo, esas circunstancias cambiarán y el amor y la risa darán un profundo significado a la vida y te brindarán la determinación de continuar teniendo paciencia”.
Recordemos, pues, el ejemplo de Job y tratemos de practicar (en la medida que lo permitan las circunstancias) ese preciado don que nos permite esperar el momento propicio para convertir nuestros sueños en realidades.
Alberto Vasquez.
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