Es verdad que no te había escrito desde que partí con el equipo misionero a estos pueblos del desierto de Coahuila y con razón estarás enfadado conmigo, pero antes de reprenderme quiero agradecerte que me hayas inscrito en este viaje anual, porque he madurado respecto a algunas cosas de la vida que desconocía, y dime: ¿cómo estás? Y a mi madre ¿la has visto? Espero que sí. Me ha hecho tanta falta su cariño.
En este pueblo al que hemos llegado esta semana, hemos encontrado a la gente mucho más animada que en el anterior. Los ancianos te tratan como sus hijos; los jóvenes como sus hermanos y amigos, y los más pequeños como sus maestros. Y es que eso somos, parte de esta gran familia. Todas las mañanas nos arreglamos un poco para ir a visitarlos a sus casas y les ayudamos en sus quehaceres. Barremos, trapeamos, traemos agua del pozo, cortamos leña (bueno, eso casi no me gusta mucho) y otras cosas más. Como muestra de su gratitud, ellos nos ofrecen de almorzar, lo cual a veces accedemos y otras no porque entonces tendríamos que almorzar en todo el pueblo.
Padre, quiero platicarte que han sucedido cosas extrañas, propias del desierto y del encantamiento en que nos encontramos. Algo que me hizo sentir bochorno y que hoy me da risa, fue que una damita me buscó una noche en mi aposento. Bien, déjame explicarte lo sucedido. Tú sabes que, como la mayoría somos jóvenes, aún y cuando tenemos a dos guías adultos, hombre y mujer esposos, para dormir tenemos que dividir la capilla en dos: alineamos las bancas de madera al centro y por un lado duermen las mujeres y por el otro, nosotros los hombres. Una noche, después de escuchar por un buen rato los tremendos ronquidos de Don Juan (no te miento pero en la oscuridad me imaginaba un elefante con su grande trompa haciendo ruidos), del lado de las mujeres vi una sombra que cruzaba como evitando en cámara lenta los obstáculos que nos habían interpuesto y se acercaba hacia nosotros. Yo no me preocupé mucho, llegué a creer que era la esposa de Don Juan que iba a mover a su marido para que ya no roncara. Pero no, se encaminó hacia mí y pensé: “Vendrá a darme la bendición”, y mayor fue mi sorpresa al notar que no era ella sino una de las jovencitas de diecisiete años con su trajecito de dormir y se acurrucó a mi lado. Es más, me quitó la cobija. De buena suerte, padre, que se despertaron sus compañeras y fueron por ella hasta el lugar que me tocó como cama, porque sinceramente sentí tanta vergüenza que me hizo enojar, y créeme, yo ya la iba a patear y correr de allí. Al día siguiente fuimos la comidilla en las horas de descanso.
La situación más embarazosa en la que me vi envuelto, y es el motivo de la urgencia de esta carta, la cual espero llegue antes que suceda otra cosa, tiene que ver con un hecho que se suscitó anoche que estuvimos preparando la celebración y los cantos para el comienzo de la semana santa afuera de la capilla, con una fogata para alumbrar la noche oscura del desierto y guitarras en mano. Antes de terminar e irnos a dormir, Uriel, uno de los compañeros, preguntó si alguien podría acompañarlo a hacer sus necesidades. Yo fui el único en contestar afirmativamente, pues también necesitaba liberar mi estrés del día (perdóname, padre, sé que en esos términos no te gusta platicar, pero no encontré palabras más precisas). Como no hay baños públicos ni en la capilla ni en el pueblo, caminamos hacia los arbustos y nos introducimos hasta perder de vista la luz de las linternas de los compañeros que apagaban la fogata. Yo fui el primero en sentarme y Uriel más adelante. Estaba yo pensando y con la cabeza baja cuando una luz resplandeció todo mi alrededor. Era como si fuera a salir el sol. Por un momento pude ver que se espantaron las lechuzas al tiempo en que se escucharon los aullidos de los coyotes. Después se oscureció todo nuevamente. Mi linterna ya no funcionaba y le grité a Uriel, pero no contestó. Me asusté muchísimo y rápidamente me levanté y corrí en dirección a la capilla tropezándome por las prisas. Tuve que haberme golpeado con algo en la cabeza porque creo me desmayé. No sé cuánto tiempo transcurrió, minutos u horas, antes de que los muchachos nos encontraran con sus lámparas alumbrando nuestros cuerpos desnudos uno arriba de otro, como en la fosa común, y se escandalizaran al ver nuestra posición. Me desperté en ese instante y Uriel también. Después de recoger nuestras ropas que habían quedado esparcidas por allí, les explicamos entre contradicciones, por lo atontado que estábamos, qué nos había sucedido, pero ellos después del escándalo rompieron en carcajadas al escuchar esa historia tan increíble. Cuando llegamos a la capilla, Don Juan ya nos esperaba impacientemente y se enteró por parte de ellos lo que habían visto, mientras Uriel y yo nos remitimos a contar nuestra versión. Don Juan frunció el ceño; era obvio que no nos había creído.
Padre, hoy te van a enviar una carta explicando el motivo de mi suspensión definitiva de las misiones y mi regreso a la capital. No me regañes ni castigues al llegar, pues no es justo lo que está pasando. Me he portado bien todo este tiempo. No es justo que crean que somos gays.
Te lo juro padre, nos secuestró un ovni.
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