Desde pequeño sabía que tenía un don, un don que arrastraría como una cruz pesadísima durante el resto de mi vida, los únicos que lo sabían eran mis padres; mi madre siempre me aconsejaba no interferir en la vida de nadie, yo no tenía derecho a decirle a cada cual que cosas debía hacer, pues el azar, el destino o las mismas personas se creaban su propio camino y eran ellos los que debían ser consecuentes con el resultado de sus actos y yo no era mas que una marioneta del destino capacitado para cambiar el rumbo de la vida de las personas.
Desde pequeñito traté de ocultarlo como un secreto que mis padres veían peligroso si caía en manos que no fueran las acertadas, de modo que crecí creyendo, en aquella alocada etapa de la vida llamada niñez, que podía cambiar el mundo por medio de palabras, ahora a mis 25 años se que nadie puede engañar a esa gran señora que se llama vida. Que ella es la que nos engaña a nosotros, incluso a los que nos da ciertos dones que pocos mas poseen.
Hace unos meses me desperté en medio de una pesadilla; mi amigo Alberto, mi amigo del alma salía de su casa, como cada mañana se dirigía a la facultad con sus libros y su chaquetón negro, cruzaba la avenida para ir a recoger a su novia a su piso, desayunaba con ella en la misma cafetería de todos los días su tradicional tostada con sobrasada y su café solo con dos cucharadas de azúcar. Ambos salían de la cafetería, se dirigían al kiosco de la esquina para comprar el periódico y en medio del camino un beso mañanero los aislaba del mundo exterior, mirada la prensa se dirigían a la parada del autobús y se situaban al fondo, hablaban de algún tema que no consigo recordar, al bajar del mismo un coche atropellaba a Alberto que moría al instante y sus restos quedaban esparcidos por la calle en la puerta de su facultad ante la atónita mirada de su compañera sentimental.
Aquella pesadilla me desgarró el alma, sabía muy bien que si lo había soñado es porque sucedería, al igual que habían sucedido todas y cada una de las cosas que había soñado desde que era pequeño, pero hasta ahora nunca había proveído la muerte de nadie y mucho menos la de una persona tan importante para mi como Alberto. Durante días y días me debatía entre si debía decírselo o no, yo sabía que mis palabras podían llegar a cambiar el transcurso del destino, que muchas personas se podían ver afectadas por mis palabras, pero en este caso era la vida de Alberto la que estaba en juego y para mi eso era lo mas importante.
A los tres días de tener esa maldita pesadilla fui a hablar con Alberto, seguro que no iba a creer, ¿quién creería que una persona puede saber lo que va a pasar días antes de los sucesos?, pues Alberto si me creyó, la confianza que él tenía en mi le llevó a hacer exactamente lo que yo le dije el día que yo le dije que lo hiciera.
Ese día no fui a clase por la mañana, fui a la facultad de Alberto, cuando iba llegando un sudor frió se apoderó de mi, era la misma calle que en mi sueño, era la misma gente y era la hora en que debía suceder lo que había soñado. Con la mirada busqué el autobús de línea que paraba en la puerta de la facultad, lo divisé al final de la calle, del lado contrario un coche se contoneaba excediendo el límite de velocidad mientras un pañuelo blanco asomaba por la ventanilla trasera y dejaba a su paso un río de ruidos de claxon. El autobús se paró, abrió sus puertas y el coche pasó exactamente por el mismo lado que yo sabía que pasaría haciendo un gran estruendo a su llegada, un cuerpo inerte se desvaneció sobre la calzada, parecía como la vida me quisiera gastar una broma fuera de lugar, corrí hacia el lugar con los ojos húmedos apartando a cuantos se ponían por delante y antes de legar lo divisé al lejos, sentado en la valla estaba Alberto, con la cara pálida y la mirada clavada en la escena.
Todo ocurrió tal y como yo sabía que ocurriría, solo que en lugar de Alberto había otra persona tirada en el suelo, una señora de mediana edad y un niño que lloraba encima suya.
Después de ese día nada volvió a ser lo mismo, Alberto apenas salía de casa, los remordimientos pudieron con él, ese día era su vida la que debía haber acabado y no la esa señora. Durante meses Alberto se fue consumiendo lentamente en su propia pena, ya no le daba importancia a nada, ni siquiera a su novia, a la cual nunca llegó a contar lo que tres días antes del accidente yo le había dicho.
Tres meses después del fatídico día, un tres de septiembre, Alberto abrazaba la muerte pendiente de una soga en el cuarto de baño de su casa.
Con aquello aprendí que cada acción tiene su reacción y que la vida es imparable en sus actos, pero aun mas imparable es la muerte. |