Hace muchos años, ya nadie parecía tener interés en escucharle hablar horas, sobre su viaje a Ñancahuasú el 83. Sus elegías del ‘comandante’ eran aburridoras por no llamarlas odiosas. Las cicatrices de su caída en la moto cerca de Vallegrande no tenían ya acogida.

Le llegó el momento de colgar su boina negra con estrellita roja: Según el, la cruel vida le obligaba a aceptar el pequeño garzonier que le ofrecía su yerno; a ninguno de sus camaradas le contó que no recibiría visitas porque le habían advertido, que como anticomunista militante, el adinerado dueño de casa, no permitía la entrada a su hogar a izquierdista alguno.

Su hija le había aclarado que en realidad, pese a su discurso trasnochado, su pudiente esposo era quién sugirió darle acogida, por el que dirán y las vergüenzas resultantes a su familia, al verse emparentada con un vago sin oficio alguno, en plena cuesta abajo y sin donde caer muerto.

El destino le permitiría una vejez digna en medio de algunas comodidades burguesas justamente al tipo inútil y ausente padre, que con el pretexto de la lucha de clases, jamás se había hecho cargo de las dos hijas, que tuvo en unión libre con una universitaria soñadora y de familia adinerada.

Maña y figura, todo salió bien hasta la celebración de año nuevo. El dueño de casa fue muy gentil al tolerar quince minutos el relato de aventura en moto hasta Ñancahuasú. Cuando al calor de tres cognacs fuera de agenda, quiso imponer su criterio al estilo trotskista, el límite ya se había alcanzado. Al verse sin argumento ante un sarcasmo referido al socialismo, quiso agredir al anfitrión insultando a “su cerda madre capitalista”, perdiendo en segundos, la chaveta y cualquier apoyo del capitalismo que tanto agredía.

Meses después, fue visto por última vez en una flota con destino a Vallegrande, Bolivia…

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