EL VECINO NUEVO
Clara y Lorenzo eran un matrimonio feliz. O al menos, era eso lo que aparentaban ser. Llevaban juntos más de veinte años, y hasta tenían un hijo, Lorencito, que ya asistía a la Universidad.
Cada mañana, luego de tomar café y desayunar a toda prisa, Lorenzo sacaba el “Lada” del garaje. Dejaba primero a su esposa en el trabajo, y luego a Lorencito en la Facultad. Regresaba entonces a casa, y se sentaba a escribir para el periódico que semanalmente publicaba sus artículos.
La rutina la rompió el vecino nuevo. Era hermoso. Era joven. Era culto. Lorenzo quedó impresionado la primera vez que por casualidad conversó con él en la escalera. A partir de entonces comenzaron a prestarse libros, y a encontrarse con frecuencia para hablar de arte.
De repente, algo dormido u oculto tal vez en el alma de Lorenzo, despertó, o quiso asomarse a recibir luz. Estaba enamorado. Y el deseo, fuerte e incontrolable, lo desarmaba cuando el joven estaba cerca. Comenzó a extrañarlo. A pensar constantemente en él. Aprendió a mirarse de continuo en el espejo, y a afeitarse con más detenimiento para lucir mejor. Para que el vecino nuevo lo viera bello.
Y sucedió. Fue en una mañana en que como tantas veces, se quedaron a solas. Se miraron a los ojos, e involuntariamente, sus bocas se unieron.
Pasado el momento de pasión, Lorenzo se arrepintió. Trató de evitar al joven por unos días. Pero su olor lo perseguía, y el recuerdo del placer que sintió junto a aquel cuerpo desnudo, tan perfecto y tan firme, hizo que muy a su pesar, el acto de amor volviera una y otra vez a repetirse. Cada vez con mayor frecuencia. Cuidándose menos. Asumiendo más riesgos.
Una tarde de lluvias, Lorencito regresó a casa mucho antes de la hora acostumbrada. Los vio desnudos encima del sofá. Ardían de pasión, y su padre, de piernas levantadas y abiertas, era poseído por el vecino nuevo.
Quedó petrificado por unos segundos. Luego pidió disculpas, y a toda prisa salió de la casa.
Su padre reaccionó. Se colocó como pudo el pantalón, y corrió a llamarlo para intentar explicar lo que era tan obvio. Pero ya Lorencito había ganado la calle.
Entonces, le pidió al vecino nuevo que se fuera. Una tormenta se desató en su cabeza. No podía pensar bien. Para él todo estaba perdido.
En el patio encontró la soga. Anudó un extremo a su cuello, y el otro lo pasó por encima de un tabique de la sala. Finalmente, empujó la silla a la que había subido, y quedó colgando en el vacío.
A esa misma hora, Lorencito llegaba a la casa de Jorge, su pareja oculta. Tenía que contarle acerca de toda la pena que estaba sintiendo por su madre. Ella no merecía pasar por algo así. Pero a la vez estaba aliviado. A partir de ahora para él todo sería más fácil. Su padre lo iba a apoyar cuando confesara en la casa que era gay.
También a esa hora, en un cuarto de hotel, Clara se estaba bajando el blúmer para que Heriberto, su amante desde hacía más de cinco años, le besara con lujuria el sexo, la lanzara a la cama, y entre frases cochinas le hiciera el amor.
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