Hace poco tiempo encontré un viejo amigo en Facebook que me pidió un consejo. Había leído mis escritos, notas, cuentos, por lo que pensó en ese entonces que yo era capaz de orientarlo, y se animó a contarme su historia.
Es un halago, pero soy la última persona a quien le puedes pedir un consejo, le dije, pero él también siguió hablando. El tema era líos de amores. Me cansaba la plática, pero quedamos en vernos el siguiente viernes para tomarnos unas cervezas. Solo le pedí que “donde hubiera viejas compadre”, porque para que vas a un bar a ver puro pela’o, digo, yo me aburro.
Comenzó a relatarme su historia mientras la Caperucita me acariciaba las piernas y me pedía una copa. No se la negué y el amigo-compadre hizo lo mismo con la Fanny, su recién enamorada. Estuvimos ahí hasta que cerraron el negocio y las muchachas nos dieron sus números de teléfono respectivos. Ese número nos sirvió para contactarlas después, y las seguimos viendo, cada uno por su lado, en distintas ocasiones.
A mi amigo-compadre-hermano del alma, como le dije al salir del bar, no lo he vuelto a ver. Se dejó de pendejadas melancólicas y cerró su cuenta de Facebook. Lo último que supe de el fue que vive en Londres y se llevó a la Fanny. Las últimas fotos nos muestran un amigo-compadre-hermano del alma-discípulo mío feliz y contento.
Yo como todos ustedes saben, no me he dejado de pendejadas de éstas y las sigo escribiendo, porque eso de dar consejos no se me da.
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