Y la niña canta y sigue cantando:
“Lluvia vete ya, otro día volverás”,
mientras por encima de su cabecita
el cielo preñado de agua
sigue desatando sus broncos estruendos,
y cuando presume que ha conjurado
al fiero aguacero que la espanta,
nuevas ráfagas de indiferente lluvia
se suceden una tras otra
hasta empapar con sus copiosas gotas:
las gentes, los animales, los árboles,
las hierbas, los tejados, los caminos,
los patios, los huertos y los jardines,
y finalmente desbordar los ríos.

Y la letanía de aquel canto infantil,
poco a poco se va apagando,
porque el turbión continúa abrevando
a la sedienta tierra plagada de las semillas
que desde su adormecida vitalidad
evocaban su bendita presencia.

La noche baja su mojada cortina
y el telúrico y omnipresente temor,
que acompaña a las tempestades,
poco a poco se va asomando
desde la profundidad de lo desconocido,
hasta dejarla dormida de miedo.

Pero pasado este terrenal espanto,
mañana que felizmente será otro tiempo,
ahí donde se marchitaba una mustia planta
podrá ver una fresca, lucida y colorida flor,
y entonces, otro será su canto.