LA MELODÍA DE TU SILENCIO
Carmen, sentada frente a la ventana, piensa en lo maravilloso que va a ser recuperar el rumbo de lo cotidiano uno de estos días. Da lo mismo cuanto pueda tardar, lo importante es que suceda. Entonces podrá olvidar por completo el dolor de los últimos meses, porque su memoria es así, cuando recupera la paz todo lo malo desaparece para siempre. Mira la calle a través del ventanal, una imagen de otoño con árboles desnudos, hojas arrastradas por el tenue viento de abril, ese que le susurra secretos al oído desde que era una niña, pero lo que en verdad está observando – recordando -, es el pálido azul del salón en la vieja casa, la alfombra negra que Pablo trajo de Estambul, el retrato de ambos colgado sobre la radio; los libros tan amados, leídos y releídos en largas tardes de invierno. Cuantas veladas hermosas transcurrieron en aquella habitación, sentados solos en el diván, tomados de la mano o abrazados.
Cuando en la radio tocaban alguna de aquellas melodías que les eran tan queridas él de inmediato se levantaba, con ese gesto que era solo suyo, la abrazaba y la arrastraba para bailar sobre la alfombra, riendo sin parar porque saben que si alguien los viera seguro iba a pensar ¡par de viejos locos, a sus años comportándose como chiquillos! De pronto, el ceño se le frunce al recordar que pese a todos los reclamos su hija se llevó también la radio diciendo -¡Basta mamá!, en la casa de reposo ya no necesitarán esto, además les compramos un televisor grande para que se entretengan, bueno por lo menos usted -.
Pablo no dijo nada, se quedó sentado muy quieto con la mirada perdida quien sabe dónde, como era habitual en el último tiempo.
–Mamá, ya no pueden seguir viviendo solos, el alzheimer de papá necesita mayores cuidados –
Que saben ellos lo que Pablo necesita, ¡alzheimer, que estupidez!, él solo está cansado, un poquito confundido quizá, y al final soy yo quien siempre lo ha cuidado.
Carmen no pretende negar que Pablo ha estado distinto desde febrero, antes no era mañoso para comer y ahora le resulta tan difícil complacerlo, pero jamás se va a dar por vencida, eso nunca.
Vuelve al dormitorio y se sienta junto a su marido quien permanece recostado en la cama. – Mira mi amor, que rico este budín de verduras, tu preferido- y acerca con infinita ternura la cuchara hacia su boca. Él la mira desconcertado, sus ojos la escrutan, la examinan con detención y pareciera que sus labios van cerrarse con fuerza, como es su costumbre desde el momento en que pareció ir quedándose ausente de todas las instancias de la vida, ese día en que se alejó del llanto y de la risa, ese día en que se olvidó de los nombres y las señas y ya no le importó el claro despertar de la mañana, ni el sol, ni el agua, ni la lumbre, pero Carmen se niega, está convencida que hoy todo será diferente. Si tan solo hubiesen podido conservar la radio, ella tiene la certeza que bastaría encenderla para que Pablo la abrazara como antes, como siempre, para bailar hasta caer rendidos, gorjeando la risa como los pájaros que un día fueron.
-Pablo, mi amor, la comida se enfría – una lágrima comienza a deslizarse despacio en su mejilla, por un breve instante la mirada de él vuelve a iluminarse, comienza a entreabrir los labios y Carmen a esbozar una tímida sonrisa. Acerca nuevamente la cuchara, pero en ese momento la boca se cierra decidida, hermética, como sucede desde febrero, cada día, todos los días.
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