Mientras caminaba por el túnel me sentía cansado, agobiado por una carga en extremo pesada. Era como si los años se me hubieran venido encima, como si los errores cometidos me pasaran la cuenta al final de mis días.
Ya no era más el anciano de rizos plateados y caminos resquebrajados haciendo surcos en mi rostro, tendido en una cama de hospital con decenas de tubos conectados a mi cuerpo y rodeado por mis familiares, que lloraban sin consuelo como intuyendo lo inevitable.
Ahora era un viejo haciendo camino al andar por un túnel obscuro, no obstante, al final de este una luz amarillenta resplandecía como la estrella de Belén, cándida y pura me incitaba a seguir con mi peregrinar. Cosa extraña mientras avanzaba escuchaba unos quejidos lastimeros de una mujer, gritos ahogados que se mezclaban con el de una voz autoritaria que le decía palabras que no lograba entender.
Me preguntaba ¿Por qué venían a mí aquel concierto de voces desconocidas y no el llanto desconsolado de mis familiares? Con curiosidad, seguí caminando hasta que logré arribar a la luz. Durante unos segundos perdí noción de tiempo y espacio. El resplandor y yo éramos uno solo, me transfiguré ahora parecía otro ser. Vi a una mujer sosteniéndome por los hombros, acto seguido me entregó a un hombre que parecía ser un médico. No sabía porque pero solo atiné a llorar y llorar desconsoladamente, el doctor me dio unas palmadas y con radiante sonrisa me dejó en los brazos de una mujer, añadió- Está en perfectas condiciones, felicitaciones. La mujer trato de sonreír pero no pudo, estaba sudorosa, sin energías, aunque sus ojos irradiaban felicidad, dijo- Mi bebé, mi niño hermoso por fin estamos juntos.
Me acarició con ternura la frente. Quería hablar, decir algo, tenía muchas preguntas pero ninguna respuesta. Luego de unos minutos comprendí que mi anciano cuerpo había perecido, ahora era un ser diferente. Deje de derramar lágrimas y sonreí, no cabía duda que existía vida después de la muerte, el alma nunca moría solo cambiaba de huésped.
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