Despertar, levantarse de la cama e ir al baño, lavarse los dientes, darse una ducha o quizás al revés ducharse y luego lavarse los dientes no recuerdo. Esa mañana es posible que hubiera desayunado rápido, que me hubiese levantado con resaca o que me haya dado cuenta de que no llevaba las llaves del departamento a media cuadra de haber salido del mismo. En ese caso lo más seguro es que hubiese vuelto por ellas y al estar frente a la puerta, no sin antes observar con ojos despiertos y oídos prestos de que nadie transitara por el pasillo o estuviese a punto de salir de un departamento vecino, haya abierto la puerta de una sola patada como otras veces. Una vez más es seguro de que tuve que volver a poner la chapa como en otras ocasiones ahora con menos margen ciertamente haya tenido que buscar donde clavar esta al marco de la puerta cada vez más desastillado.
Quizás al salir nuevamente del edificio haya caminado por la acera hasta dar con la esquina de huérfanos. También es posible que haya cruzado la calle Riquelme y sus adoquines percibiendo al andar su accidentada geografía por un momento. En cualquier caso me hubiese topado con los mismos desconocidos de siempre y sus miradas esquivas yendo a paso veloz a sus destinos.
Antes de llegar a la esquina lo más probable es que me haya encontrado al casero del negocio acomodando las cajas de mercadería y a la que parece ser su mujer, comentar detrás del mostrador a algún cliente “la novedad” del diario las últimas noticias y la de seguro su sensacionalista portada. El casero hubiera intervenido dando su opinión y pidiendo confirmación de lo dicho con la mirada a algún transeúnte que en este caso es probable que haya sido yo y que por no tener la portada a la vista, haya detenido la escena por un pequeño lapso hasta encontrar inconscientemente quizás alguna respuesta ingeniosa rápida en forma de talla.
Ese día estaba tan apurado como los desconocidos de siempre, era uno más. Al llegar a huérfanos me encontré con el habitual taco de proporciones que se da a esa hora y mientras avanzaba por la calle en dirección al metro sonaban las bocinas unas detrás de la otras, provenientes de todas las direcciones. Era la sinfonía del caos, los motores rugían a destiempo entre arranques infames y las bocinas seguían su osada trompetada como en una orquesta donde todos creen ser el primer instrumento y nadie la armonía de fondo, donde los coros vocales son personas que cruzan la calle entre las micros en movimiento al filo del atropello profiriendo mensajes a las madres de los choferes y estos a sus madres. Mientras eso sucedía mi mente era un infierno de pensamientos y sensaciones, todo color ira, todo ruido.
Pero al llegar al cruce de Rodríguez y quedarme en la esquina sin cruzar cuando era mi turno, supongo en un lugar donde no interrumpía el camino de nadie pude escuchar al tiempo avanzar. De pronto todo se hiso silente, ya no había bocinas, ruido de motores o murmullos que escuchar, alguien o algo que maneja los volúmenes del espacio infinito había movido la perilla con tal sutileza que al quedar en esa percepción pude observar el verdadero rostro de los desconocidos, y por un momento vi por sobre la máscara a los seres reales que habitan los cuerpos recipientes y vi en ellos el origen de algo que no es bueno ni malo, percibí sus alegrías y tristezas sus miedos y emociones por sobre todo, les conocí por un momento.
Entonces volvió el ruido y su dinámica del caos, pero yo sonreía y cruzaba la calle sin apuro, contento. No he vuelto a tener la misma experiencia, al menos no de la misma forma... |