Esto ya lo he vivido muchas veces, ya no sé si es una pesadilla, o aún peor, la realidad desnuda y cruel.
Veo a una muchedumbre enloquecida que como voraces termitas se atropellan unos a otros, a dentelladas, cual voraces zombis de los que tanto alardean los rubios del país del norte. Es una visión tremenda que me llena de relámpagos la cabeza y una acuarela difusa me enturbia la mente. Odio sufrir esa horrible sensación, o alucinación, ya no lo sé. Pienso que estoy a las puertas de la locura, que pronto me encerrarán en una celda envuelto en una camisa que no será de marca, pero que pasará a ser mi vestimenta habitual. O seré fagocitado por la muchedumbre.
De pronto, a los hombres les han crecido unos tumores horrendos que de tan descomunales, sólo les queda atraparlos en sus propios tentáculos. Parece que aquellos abultamientos los sumen en una especie de afiebrada actividad en donde no caben pausas ni miramientos.
Un campanilleo atroz se me introduce por los oídos, rituales satánicos, cantos de atroces sirenas, ¡Dios mío! ¿Cuánto resistiré? ¿O es de nuevo la pesadilla que cada vez se hace más real?
Presiento que vienen por mí, acabo de sentir el suave chirrido de la puerta. Me oculto en un armario y atisbo por un agujero: Es mi hijo, Roberto. Ya ha sido contagiado y me llama con su voz juvenil: ¡Papá, papá! ¿En dónde estás?
Salgo de mi escondite para ser absorbido de una buena vez. Ya nada vale la pena.
-¡Felices pascuas padre mío! Y se desprende de su tumor colorido y me lo entrega con gesto cordial.
Felices pascuas, hijo de mi alma- respondo y me sumerjo en esa caja de colores, para envenenarme de una vez por todas.
|