A Renata no le gustaba su nombre, pero se conformaba pues había leído que significaba “nacida dos veces” o “renacida”. Tal vez el futuro le deparaba algo especial.

Tras veinte años de casada nunca tuvo hijos y el matrimonio se había ido desgastando, cayendo en la monotonía y en relaciones cada vez más complicadas. La rutina se había establecido. En los últimos seis años no recordaba haber tenido sexo con su marido. Y a pesar de todo, extrañamente, lo amaba y justificaba la situación arguyendo todo tipo de razones: que el stress, que las complicaciones económicas, que ella ya no era la misma físicamente como antes, etc. Tampoco pasó por su mente la posibilidad del engaño, aunque había observado algún comportamiento extraño. Él no sería capaz de traicionarla. Y si así fuera…

Esa mañana, alrededor de las 10:00 am, mientras trabajaba en la oficina, se sintió mal. Con la ayuda de sus compañeras trató de superarlo pero, finalmente, su jefe le ordenó que se fuera a casa. Bajó al estacionamiento subterráneo en busca de su automóvil y se dirigió a su hogar. Al llegar a su domicilio observó muy extrañada la presencia del auto de su marido. ¿Qué habrá pasado? ¿Por qué no está en su trabajo? ¿Por qué no le avisó? Su corazón latía fuertemente. Bajó presurosa de su vehículo y entró a casa. Sintió voces y risas en el segundo piso. Un dolor anidó en su estómago mientras subía lentamente la escala. Quedó paralizada. La puerta del baño estaba entreabierta y pudo ver a su marido y un amigo que retozaban dentro de la tina.
Tras largos minutos bajó la escala en silencio. Muy afectada, intentó ordenar sus pensamientos. Tal vez debería renacer. Reunió algunas cosas imprescindibles y decidió que se marcharía adonde su madre en una ciudad sureña.

De la casa sólo quedaron cenizas.