Plantas y hachas
Cuando Miguelín, amigo de infancia y casi hermano, me participó de su viaje a Santiago y me pidió que en su ausencia regáramos las matas de su balcón, acepté gustoso porque su petición me ofrecía la oportunidad de reciprocar viejos favores. Además, sabía cuán importantes eran para él y cuánto se afanaba para mantenerlas con todo su esplendor.
Sí. Mi amigo es un ferviente admirador de la naturaleza que ama y cuida hasta el más pequeño gusanillo que cumple su misión en el fecundo reino vegetal. Desafortunadamente, ni Susana ni yo teníamos idea de las absurdas situaciones que nos acarrearía el favor solicitado por nuestro amigo.
Después de cumplir la misión por varias mañanas consecutivas, turnándome con mi mujer, llegó un día en el que ninguno pudimos acudir a primera hora, como lo hacíamos habitualmente, porque debíamos salir temprano; por eso decidimos hacerlo por la noche, siempre cuidando de que las flores se mantuvieran frescas y hermosas, como me encomendó Miguelín.
Esa noche, cuando llenaba las regaderas, algo llamó la atención a mi compañera, quien comentó:
-Mira qué extrañas luces se ven en el apartamento de la tercera -dijo señalando el antiguo edificio de ladrillos que quedaba justo al frente.
Observé a través de las ventanas abiertas cómo en medio de una oscuridad absoluta parpadeaban pequeñas luces, aparentemente de velas, mientras en el interior de una habitación unas sombras etéreas cruzaban de un lugar a otro. Aunque a la distancia a que estábamos no escuchábamos sonido alguno, pensé que se allí realizaba una especie de juerga fatídica entre los que interactuaban dentro del cuarto.
Aunque estaba consciente que lo que ocurriera allí no era problema mío, las noches siguientes volví solo a realizar el encargo y empecé a observar cuidadosamente todo lo que ocurría en el misterioso apartamento.
Ayer me llamó mi amigo para comunicarme que su ausencia se extendería por una semana más y se excusó por "las molestias" que esto nos causaría. Le contesté que disfrutaba con su encargo y aproveche para contarle que acudía por las noches tratando de descubrir a qué se dedicaban los sospechosos vecinos del frente.
Aunque rió de buena gana con mi “investigación”, me sugirió: "no te metas con esa gente, que son muy peligrosos. Los conozco bien" Y colgó.
Yo seguí observando lo que sucedía cada noche, inclusive sin comentarle nada a Susana, pues hasta que no llegara a mis conclusiones no quería preocuparla y mucho menos involucrarla.
Una noche vi la silueta de un hombre que cruzaba con un hacha en sus manos y minutos más tarde un grito de horror llegó hasta mis oídos. Después todo volvió a la calma. Estaba seguro que había ocurrido una desgracia y que debía hacer algo para cerciorarme qué pasaba.
Por eso, al día siguiente, subí hasta la puerta del apartamento y armándome de valor, toqué dos veces. Un silencio profundo reinaba en aquel sucio vestíbulo y me sentía tan inseguro que temí que alguien, de repente, me agrediera.
Un minuto después, la puerta se abrió ligeramente dejando ver a un hombre corpulento vestido con un jean y una franela descolorida. Observé que le faltaban algunos dientes, que tenía una incipiente barba y la cabeza afeitada. Me miró con extrañeza mientras me soltó un “¡Dígame!” que me estremeció. A su espalda, sobre una mesita larga, pude ver tres cráneos.
La impresión fue tan fuerte que no supe qué decir; sólo articulé un tímido “Perdón. Me equivoqué” Di la espalda y salí disparado. Bajé la escalera y en segundos estaba de nuevo en la calle, no sin dejar de mirar hacia atrás para cerciorarme si el calvo fornido me perseguía. Volví a casa y nada comenté.
Al día siguiente llegó mi amigo. Después de saludarlo, le conté con detalle lo que había observado: las luces de las velas, los extraños movimientos, el hombre del hacha y el grito de terror. También le dije que fui hasta su misma puerta, toqué y vi unos cráneos detrás del extraño personaje con quien hablé.
Mi amigo escuchó con interés y a medida que le contaba su rostro se fue transformando en una mueca; se paró de improviso y me ordenó:
-Espérame aquí. Voy a buscar algo en la cocina. -Y se retiró.
Como pasaron unos minutos y no regresaba, decidí ir a investigar porqué se tardaba tanto. Entonces me acerqué y con asombro lo vi de espaldas sacando una filosa hacha de la despensa.
Igual que el día anterior, no lo pensé dos veces: Salí discretamente, emprendí la huida y regresé presuroso a mi casa. Susana me preguntó qué me pasaba y sólo atiné a decirle:
-No te preocupes. Vamos a hacer las maletas para tomarnos un merecido descanso de unos días en la casa de la playa.
Y así lo hicimos.
Allí, sentado en la terraza frente al mar, le conté con detalle a mi mujer todo lo que observé por las ventanas del oscuro apartamento mientras ella me observaba con un gesto de preocupación.
Tengo la esperanza que lleguemos a una conclusión de quiénes son en realidad los que habitan aquel fatídico lugar y quizás, con un poco de intuición e inteligencia hasta logre entender por qué Miguelin, mi amigo casi hermano, se disgustó tanto cuando le conté los hechos, qué relación tiene con esa gente y con qué intención buscó el hacha en su cocina mientras yo, desprevenido y confiado, esperaba su consejo sentado en una mecedora de su balcón.
Alberto Vásquez. |