Me había ido para Chicago el fin de semana por cuestiones impostergables de negocios, dejando a Alina, mi bella esposa, en nuestro recién estrenado apartamento de Nueva York. La había dejado en plena luna de miel. No porque acabáramos de casarnos, sino por lo que nos queríamos. Hubiese querido llevármela conmigo, pero era solo dos días. No valía la pena: estaría todo el tiempo ocupado como así fue. Estas dos noches me parecerán una eternidad, me dijo y se negó a que mi hermano Geoffrey se quedara en casa durante mi corta ausencia.
Y me fui. Como tenía mucha prisa en volver me di a tarea de cerrar el negocio lo antes posible.
Como habré podido imaginar, mi mujer aprovecharía su tiempo a solas visitando los museos de la ciudad, haciendo una que otra compra y almorzando sola o con cualquier amiga en uno que restaurante.
Geoffrey, de seguro, la habrá ido a visitar, así se lo aconsejé, e invitado la noche del sábado a ver Cats, su musical favorito en Broadway.
Yo no quise llamarla por teléfono. Además, tuvo todo el tiempo ocupado. Ella tampoco pudo llamarme porque no dejé pista del lugar donde habría de hospedarme y eso, estaba seguro, me lo reprocharía.
Lo que ella no se podría imaginar era que todo me saldría a pedir de boca y que mi ausencia se acortaría. Cogí el primer avión que pude y a medianoche del mismo sábado en que la suponía en el teatro como mi hermano, llegué a Nueva York y me propuse sorprenderla.
Llegué a la puerta del apartamento. Saqué la llave. Cuidadosamente la introduje en la cerradura empeñándome en no despertarla: sabía que Alina tenía un sueño ligero. Me descalcé para evitar ruido y encaminé mis pasos hacia nuestra habitación. El silencio de la casa me decía que lograría sorprenderla. Abrí la puerta del aposento y no supe hacer más.
Si sólo quería darte una sorpresa, cariño.
Supongo que eso dirían mis ojos abiertos, todavía no vidriosos, que miraban hacia el infinito, mientras mi mujer me miraba espantada, sosteniendo todavía el revolver en la mano.
Habana, 22 de enero 2001
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