Andre Laplume.
Vivía por aquellos años en un pequeño pueblito pampeano, donde aprendí a dar mis primeros pasos.
En la década del cuarenta, la vida lejos de las grandes ciudades era sumamente primitiva. Los pueblos se asemejaban a lo que veíamos en las películas del "Far-west", hombres de a caballo, sulkis y carros, eran los medios de transporte y de trabajo de aquellos hombres, en su mayoria "gringos" que trataban de adaptarse a la nueva realidad.
Si bien se les notaba un gesto tristón por lo que habían dejado, por otra parte disfrutaban de las posibilidades que el pais les ofrecia. Podian sembrar junto al trigo nuevas esperanzas. No se padecían hambrunas ni persecuciones y existía la posibilidad de enviar los hijos a una escuela donde eran bien tratados, al tiempo que recibían una buena educación.
Mi padre, en busca de una vida más apacible había decidido abandonar la gran ciudad. Una vez radicados en una casa confortable cerca del pueblo compró un par de hectáreas de campo y se dedicó a trabajarlas.
Mamá que era muy joven, casi una niña, trató de adaptarse a la realidad, más que nada por el profundo amor que sentía por él. Todos fuimos con el tiempo encontrando nuestro lugar. Igual fué sacrificado acostumbrarse a vivir sin luz, sin agua corriente, sin cloacas y tantas cosas más, propias de la época. Tampoco existia la televisión y la radio se escuchaba más o menos bien, a la media noche, siempre que uno contara con una antena lo suficientemente elevada, que lograse capatar las hondas de alguna radio del Uruguay o la de la BBC de Londres.
Con el tiempo me fuí encariñando con esa vida tan libre, sin peligros. Mi cuerpito se fortaleció, aprendí a montar a caballo. Papá me compró un petiso con el que hacía largos paseos, aspirando la brisa del campo, los perfumes de la tierra. Al regreso juntaba una ramillete de flores silvestres para mamá.
Por las tardes solía refugiarme sobre la cópola de algún eucaliptus, (por lo general el mismo siempre), mascando y saboreando alguna ojita tierna.
Amaba el cielo alto, despojado, de pocas nubes blancas empujadas por el viento, y el fondo imperturbable, siempre celeste, que yo imaginaba como un inmenso telón, puesto de exprofeso, que no permitía ver más allá. Era un misterio que me atraia, y me provocaba miedo al mismo tiempo.
Sentía la necesitad de sentirme contenido, protegido, pero era imposible a mi edad comprender algo más de lo que mis ojos veian.
Por otra parte, era un chico solitario, ni siquiera me importaba el no tener amigos. Esto tenía que ver con el tipo de vida desarraigada, con no ir a un jardin pre-escolar que tampoco existía.........no sé como hubiesen sido las cosas en ese caso.
Desde aquellos tiempos, siempre evité lo que tuviese que ver con la astronomia, ya que me provocaba angustia, incluso actualmente.
Sin embargo, era propenso a dejarme llevar por las emociones a las que me incitaba la belleza de esos campos, el viento rozándome la piel, la lluvia mojando la tierra. Era un fiel observante de los pocos pájaros que en la temprana tarde se animaban a sobrevolar el cielo. A veces me adormecía y recién despertaba unas horas después, tiempo de volver a casa.
Mamá me esperaba con la leche servida. Ella se preocupaba si llegaba tarde. Por lo general se paraba a mi espalda y me acariciaba, y yo acaparaba esos momentos disfrutado del calor de su cuerpo y de la tibieza de sus pechos.
Entonces sí que me sentía protegido, contenido, yo confiaba plenamente en "ella" y "ella jamás me hubiese traído a un lugar que no fuese bueno.
|