En esos años en que el ardor adolescente se dejaba sentir dentro de mí, y siendo aún demasiado chico para aspirar a algo más serio, me las batía de la mejor manera, hurgando en el velador de mi padre, en donde guardaba él un par de revistillas eróticas que permitían que mi ardor se transformara en un devastador incendio. El tema es que tenía que andar al aguaite de mi hermana menor, que siempre pululaba por allí espiando, buscando siempre algo con su incipiente actitud indagatoria que realmente me ponía los pelos de punta. Muchas veces estuvo a punto de descubrirme, las mismas veces en que la suerte estuvo de mi lado. En otras, sí me atrapó con las manos en la masa, pero como yo recibía un pequeño estipendio, pagaba su silencio con unos cuantos pesos para que se comprara lo que fuera.
Pero la niñita ya había adquirido talentos mafiosos, ya que cualquier día me pedía un poco más de dinero, y si me negaba, sólo emitía un grito chillón que realmente me estremecía: -¡Mamaaaá! Y de inmediato sacaba yo dinero de un lugar secreto y le pasaba unas cuantas monedas. –Toma cabra de mierda. Y no vayas a abrir la boca.
Ahora me suena a a una estupidez pacata esa actitud mía, pero en aquellos años en donde el catolicismo reinaba con majestad, llenándonos a todos de un miedo atroz hacia Dios, que nos vigilaba con ceño adusto desde las alturas infinitas, lo mío era poco menos que imperdonable. Y mi hermana, que siempre fue más astuta que yo, me sobornaba con atea indiferencia, ya que comprarse caramelos y muñequitas para recortar y vestir, eran todas sus aspiraciones a sus siete no tan tiernos añitos.
Pero cuando más sufrí fue cuando en un cuaderno sin usar se me ocurrió dibujar en la orilla y en secuencia parecida a la de los dibujos animados, un par de piernas femeninas que se abrían poco a poco para botar un chorro de orina. La película me quedó tan fascinante que tomaba el cuaderno y hacía correr las hojas mientras la chica de papel hacía sus necesidades. No niego que esto me producía un enorme placer que finalmente explotaba irracionalmente y quedaba exangüe.
Mi hermanita, que andaba siempre en busca de algo en que incriminarme y así tenerme en sus pequeñas manitas, seguramente encontró aquel cuaderno y es aún más seguro que sonrió con satisfacción mefistofélica. Pero sucedió algo extrañamente novedoso, ya que una tarde en que me encontraba con mi primo Ernesto, ella, ya perdidos repentinamente sus deseos de querer sobornarme, acaso convencida por esos ojos penetrantes de Jesucristo, sólo llamó a gritos a mi madre, tratando de quitarme el dichoso cuaderno, al que por supuesto me aferré con dientes y muelas.
-Bastó una sola frase de mi primo para acaso despertarme de un sólo golpe, desmitificando miedos injustificados a hipotéticas penas infernales:
-¿Y qué tanta hueá? ¿Acaso el cabro no tiene derecho a dibujar minas en pelota?
Él, pese a ser menor a mí, ya se había liberado de tanta pechoñería barata y desde entonces creo que lo consideré como mi personaje inspirador.
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