Despierto y siento en mis hombros la pesadez del día que cae, y como siempre, estoy encerrada en el estudio, sentada frente al viejo escritorio de roble, inhalando la soledad que me acompaña. Es curioso, pero cuanto más pienso en tu cuerpo desnudo y frágil de niño que está en nuestra cama en este momento, como un imán, me atrae la sensación de ir a despertarte y comerte a besos. Y aunque ansío robarle una caricia a tu piel, aparecen las cicatrices en las muñecas de mis manos y me detengo.
Me recuesto en el sillón viejo y vigilo el ventilador de techo. No sé qué hora es, pero el amanecer ya está en la ventana. Me llama, me urge a levantarme, otra vez como en días y noches anteriores. No quiero salir de mi estudio. No, otra vez no…
¿Qué es esa fuerza que nos atrae hacia personas muy distintas a nosotros en todos los aspectos, en todos los sentidos? Es la pesada carga de tratar de encontrarnos en alguien más. ¿Pero acaso no es una carga más pesada el perdernos?... Son las ataduras, los ligamentos que nos empujan hacia atrás para luego regresar con más fuerza, más y más a revelar nuestros cuerpos y hacer una confusión de ellos… esos hilos que me llevan a ti en este instante, pero no quiero ir a verte. Prefiero cerrar los ojos y que tu boca muerda mi memoria, ¿acaso volverá toda esa historia de la puerta abierta de tu auto para mi llegada, mi mano en tu mejilla, los besos, las caricias, tus críticas y desacuerdos, tus manotazos en mi ignorancia, mis lágrimas en el cuello de tu camisa blanca? ¿Volverá la ebriedad de tu mirada en la falda de otra chica, mis uñas en tu espalda, la resonancia de tus gritos, el reflejo de tu padre en mi piel, el rechinar de nuestra cama como única muestra de nuestro amor? Estoy segura que no: ¡No volverá! Porque después de tanta falta de atención, egolatría y orgullo, me fui de ti a un viaje sin boleto de regreso, y aunque has tratado de comprenderlo, no has podido: sigues preguntándote el porqué de las cosas, de las situaciones.
De verdad no quiero, pero llegó la hora de salir al pasillo y dirigirme a tu recámara. Ahí estás, recostado, dormido. A un lado de la cama, tu diario y nuestra fotografía, en la mesita del espejo. ¿Por qué sigue allí? Deberías deshacerte de ella, pero no, en mis ojos negros reconoces tu infancia, tu adolescencia, tu juventud, todas las parcelas de tu vida como lo dice tu poeta preferido. Siempre fue así, siempre es así, siempre lo será. El viento entra por la ventana y susurra palabras que invaden el cuarto. El diario se ha abierto, me acerco y leo la página descubierta:
Escribir, escribir, desahogarme, eso me dijeron, escribe todo tu dolor, acéptalo, pero no puedo aceptarlo, poner aquí diez cosas que nunca le dije, aceptarlo, pero no puedo, la extraño, sólo quiero tenerla otra vez, escribir, desahogarme, qué hago, qué hago, mañana ir a visitarla, a dejarle flores, a llorarle, dicen que llore, que le llore todas las lágrimas que tengo, pero no terminan.
Ahora estás despierto, quiero tocar tu pecho desnudo, tu cara, consolar tu asfixia. ¡Quiero besarte! Pero no puedo. Desnudo sales hacia el tocador. Escucho tu llanto y los golpes a la pared, por eso no me acerco. Debo alejarme, romper en pedazos la ventana de vidrio y cortarme las venas otra vez como en nuestra última discusión, y tú me digas ¡estás loca! Y me dejes desangrando, para así volver a dormir, descansar de esta penuria y despertar en mi estudio. Esperar otra noche para ir a buscarte a tu recámara.
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