Nota del autor:
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©1.-MUKASHI MUKASHI ARU TOKORO NI WA *
*Érase una vez… en japonés.
MUKASHI MUKASHI ARU TOKORO NI WA*… A primera hora de un nuevo día, me encontraba en la gran ciudad de Tokio paseando entre los puestos de antigüedades de Kottoichi. Esperaba encontrar alguna reliquia que poder adquirir a un precio razonable. El mercado estaba muy concurrido y la multitud se movía con parsimoniosa lentitud por las estrechas callejuelas de irregulares adoquines empedrados.
Mi vista no paraba de saltar de un objeto a otro sorprendiéndose por lo preciosos y bien trabajados que lucían la mayoría de ellos. Mis contactos ya me habían advertido sobre los mil y un encantos que ofrecían los anticuarios por aquellas latitudes, pero nunca llegué a imaginar que mis informadores se quedasen tan cortos con sus humildes apreciaciones.
Pude ver hojas de catanas contando viejas historias mediante sus múltiples reflejos, kimonos de samuráis confeccionados con finas sedas de brillantes colores o livianas armaduras hechas de hierro lacado en forma de escamas, también viejas lámparas y quinqués que ofrecían su tenue luz, relojes de bolsillo sacados de sus oscuros escondites para mostrarnos horas ya caducas. Lujosas vajillas utilizadas en grandes castillos o caserones señoriales competían en belleza con antiguos muebles de muy variadas formas y utilidades trabajados con nobles maderas de distintos tipos de árboles, figuras confeccionadas con diversos materiales representando un sinfín de animales, o mujeres y hombres adoptando diferentes posiciones, de pie, sentados, tumbados. Había monedas antaño redondas y ahora erosionadas por los dientes del tiempo. Todos los objetos parecían querer ser adoptados bajo la luz de un día especialmente caluroso.
Fue entonces cuando mi vista se relajó al posarse sobre alguien callado e inmóvil, insólita actitud en aquel bullicioso lugar; era un anciano y permanecía hierático. Poco a poco me fui aproximando a él, seguía sentado, sus piernas no tocaban el suelo, las tenía cruzadas descansando sobre una extraña y pequeña silla que a duras penas se alzaba un palmo por encima de los adoquines. El anciano parecía estar allí desde tiempos inmemoriales, esperando, concentrado en quién sabe qué, ajeno a todo lo que le rodeaba. Era como una isla en medio de un incontrolado mar de voces sin tregua, o como un pequeño oasis en un gran desierto bañado por el sol.
El diminuto japonés quizá era el único vendedor que no anunciaba a voz en grito la belleza de sus productos, sus cualidades y características. Vestía ropa típica japonesa en tonos color pastel, salvo por un sombrero negro bajo el cual escondía parte de su larga cabellera blanca, el mismo color que lucía su puntiaguda y cuidada barba. Me sorprendió que permaneciera con los ojos cerrados, sin ver cuánto acontecía a su alrededor. Recuerdo que me pregunté “¿será ciego?”, pero si así fuese… ¿cómo podía vigilar su valiosa mercancía?
Cada objeto cercano al hombre parecía poseer luz propia. Cualquier cosa que hubiese adquirido aquel lejano día habría sido una buenísima compra, pero eso solo lo sabría después.
Sobre una pequeña mesa de madera trabajada descansaban unas cuantas plumas estilográficas. Algunas parecían muy antiguas, otras no tanto, pero mi atención se fijó en un par de ellas algo separadas del resto. Eran iguales salvo por el color; una era de un limpio azul cielo en un día despejado estando rematada con un capuchón amarillo color sol. A su lado tenía un tintero casi lleno de tinta azul marino. La otra era toda de color negro noche cerrada salvo por un lunar blanco que coronaba el capuchón. Esta última también estaba junto a un tintero casi repleto, pero de tinta azabache. Ambos recipientes eran idénticos, solo los diferenciaba el tapón que era del color de la tinta contenida en su interior. Si a la fina estética le añadías su innegable belleza, las estilográficas adquirían una apariencia de lo más atrayente. Pausadamente, y sin abrir los ojos, el anciano me dijo en un inglés con marcado acento japonés:
—Si está interesado en las plumas y los tinteros he de anunciarle que vendo el conjunto completo. No se puede separar la una de la otra después de tanto tiempo, y tantas… —interrumpió la frase para continuar diciéndome—: además, son un equipo, y si las separase... —el viejo volvió a dejar la frase a medias.
—Si las adquiere, nunca se arrepentirá, palabra de pobre y noble anciano vendedor de deseos. También añadiré a su compra y sin subirle el precio —me continuó diciendo— algo que usted no puede ver y que le gustará saber.
Al preguntarle qué era eso tan misterioso, me contestó:
—Le contaré las cualidades que atesoran estas dos magníficas y hermosas plumas estilográficas. Sabrá sacarles partido, de eso estoy tan seguro como de saber que le gusta mucho escribir. Incluso pondría una de mis cansadas manos en el fuego si hiciese falta. —Le dije que eso no iba a ser necesario.
El precio no me pareció excesivo y decidí comprarlas. En cuanto a lo de las cualidades que me contó sobre ellas… en aquel momento no les di mucha importancia. Al abrir los ojos para cobrarme el importe requerido me encontré ante una intensa y profunda mirada: un ojo era azul muy clarito y contrastaba con el otro, negro como un tizón de carbón. En aquel momento tuve la sensación que aquella pareja de ojos me miraban hasta por dentro. Experimenté un sentimiento muy raro e inesperado, pero pasajero. Pronto el anciano guardó lo cobrado en una pequeña bolsa de piel que escondía en su regazo y cerró de nuevo los ojos sabiendo, estoy seguro, qué me empezaría a suceder en breve.
Una vez en casa y habiendo dejado las plumas y los tinteros en un lugar preferente de mi querido escritorio rústico, situado frente a una ventana desde la que puedo ver lo que ocurre en la calle, vino a mi pensamiento lo que me contó aquel extraño personaje en el mercado de antigüedades. Me dijo, así, sin más, que las plumas escriben las historias que sus propietarios esconden entre los pliegues y recovecos de su mente aunque ellos no quieran sacarlas a la luz. También me comunicó que cada pluma únicamente podía escribir con la tinta de su propio color y que si no lo hacía así, además de mezclarse las historias, podían ocurrir cosas imprevisibles.
En fin ¿quién se podía creer semejante tontería más acorde con la ciencia ficción que con la vida real? Si hasta me recordó a la película de los Gremlins… no darles agua después de la media noche y todo eso. El caso es que en cuanto tuve algo de tiempo, me dediqué a examinar detenidamente todo lo adquirido. Tanto las plumas como los tinteros estaban limpios y muy bien conservados, aunque a pesar de ello se apreciaban pequeños restos de tinta en cada estilográfica. Por supuesto, y como muy bien os podéis imaginar, en la pluma azul los restos eran de tinta del mismo color y en la negra sucedía lo mismo. Las limpié a conciencia y de nuevo las deposité en su lugar correspondiente.
Al día siguiente, a primera hora de la mañana, me dio por mojar las plumas con su tinta equivalente al color correspondiente. Hasta ese momento no había sentido el impulso de escribir, pero entonces sentí el deseo de utilizarlas a pesar de no saber qué contar. Como pude las limpié y las dejé sobre el escritorio haciendo oídos sordos a su silenciosa y extraña llamada. Conseguí por fin salir de casa y dirigirme hacia el mercado de antigüedades donde las adquirí. Por descontado mi intención era comentar al vendedor lo sentido al poner la tinta en las estilográficas, pero el hombre no estaba allí, ni él, ni su atrayente puesto de antigüedades.
Pregunté a los vendedores que el día anterior estaban cerca del honorable anciano, pero ninguno de ellos supo decirme nada sobre él… es más, ni le recordaban, cosa que me sorprendió mucho, pues os puedo asegurar, como ya os expliqué, que era una persona de características poco comunes. Además, en algún lugar tenía que haber comprado las bellas estilográficas, ¿o lo había soñado y todo era producto de mi fructífera imaginación nocturna? Me apresuré a salir del mercado de antigüedades a paso ligero, tan ligero tan ligero que me sorprendí casi corriendo camino de casa. Sentí botar mi corazón como si fuese una nerviosa pelota de ping-pong sin control. Cuando por fin abrí el escritorio y las encontré allí, un enorme peso pareció abandonar mi cuerpo, pues me sentí tan liviano como un globo aerostático en plena subida. Mis manos cogieron con algo de recelo la pluma azul y, casi sin pausa, mojé su plumín en tinta azul y me puse a escribir como si me dictasen.
En aquel preciso momento tuve la sensación de estar siendo observado. Alcé la vista del papel y miré hacia la ventana. No vi a nadie a pesar de haber oído una extraña risita. Entonces me levanté de la silla para ampliar mi campo de visión. Al acercarme a la ventana justo vi desaparecer una extraña sombra tras la esquina más próxima. Mi primera reacción fue querer ir tras ella, pero la fuerza inexplicable que emanaba de la pluma me hizo sentarme de nuevo ante el papel cada vez más teñido de tinta azul marino. Cuando dejé de sentir el enorme impulso de escribir, dejé la pluma junto a su compañera y pensé de nuevo en el honorable anciano, en lo que me dijo, en la atracción de la pluma y su dulce baile de letras sobre papel virgen. Entonces me concentré en leer lo que había redactado, pues la verdad es que no sabía qué había escrito. Fue como adentrarme en algo desde siempre conocido, pero no por ello expuesto a la luz del día. ¿Y si al final el anciano tenía razón y aquellas dos plumas tenían ese raro poder?
Descansé, pensé, dormí, volví a descansar y a pensar en todo lo ocurrido. Como soy muy tozudo, al día siguiente me personé de nuevo en el mercado de antigüedades sin saber muy bien por qué. Estaba completamente seguro de que no encontraría al anciano, al menos no ese día. Al poco de llegar al lugar donde adquirí los preciados objetos, vi a un a un hombre tan pequeño como el anciano haciéndome ostensibles gestos de que me acercara hasta él. Así lo hice, pues por sus ademanes no parecía querer venderme nada que yo no quisiera comprar.
—El otro día recuerdo que me describió a un anciano y me preguntó por él —me dijo—. Hoy lo he visto y me ha dado este sobre para usted.
Me habló en un prehistórico inglés que a punto estuvo de costarme algún golpe. Sin más le di las gracias y deseando ansiosamente saber el contenido del sobre, de nuevo me sentí corriendo rumbo a mi casa. Más que corriendo me sentía volar, mis pies casi ni tocaban el suelo.
Aún con la respiración entrecortada me acerqué al escritorio para coger el abrecartas. Abrí el sobre y al hacerlo me encontré ante una misiva en japonés. Di la vuelta a la hoja y por suerte con letra pulida y escrita a mano estaba lo que días después supe era la traducción de la primera página:
“Ahora eres el nuevo guardián de las plumas Sol-o-Luna. Yo lo he sido durante muchos años. No sabes la de días con sus respectivas noches que imaginé nuestro encuentro, no porque lo deseara, al contrario, pero todo comienzo tiene un final. He disfrutado de ese camino casi infinito de letras, de su recorrido, y a pesar de escribir y escribir, no he sido capaz de terminar con la tinta de ninguno de los dos tinteros. Supongo querrás saber la procedencia de las plumas, aunque siento decirte que no me informaron de tal menester, sí que me dijeron lo siguiente: “cuando el alumno está preparado, aparece el maestro”. No le encuentro el sentido, pues yo no soy maestro de nada ni de nadie, pero tengo la obligación moral de decírtelo. Bien, lo realmente importante que debes saber sobre las plumas es que cuando de tu mente quiera salir una historia alegre, tendrás el impulso de escribir con la pluma azul. Por el contrario, si la historia es triste, o está teñida de delicados temas, tu impulso se decantará por la pluma negra. Es así, no le des más vueltas y disfruta de ello. ¡Ah!, y recuerda no mezclar los colores de las plumas con la de las tintas, una vez estuve a punto de hacerlo y casi pierdo la vista (por no decir la vida) en el intento”.
Desde entonces, de mi mente han salido cientos de historias, cientos de cuentos que al empezar a escribirlos con cualquiera de las dos plumas, mis manos redactaban: Mukashi mukashi aru tokoro ni wa *, aunque después, al pasarlas al ordenador, cambiaba los principios haciendo desaparecer las palabras en japonés para no dejar pistas de lo que ahora ya sabemos. Pero hoy es un día especial. He querido que quede constancia de mi historia, pues no sé si a partir de ahora pueda sucederme algo raro. ¿Por qué algo raro?, quizá te preguntes. Pues sencillamente porque estoy dispuesto a escribir mezclando los colores de las estilográficas con los colores de las tintas. Hoy estoy escribiendo esto en el ordenador, por supuesto a escondidas de ellas. Mañana quién sabe qué pasará. Antes de poner punto final a esta historia quiero dejar constancia de la sensación que tengo de ser observado. Además, no sé si soy yo, pero diría que escucho unas risitas extrañas, desconozco si proceden de mi escritorio, o de la ventana que está junto a él, pero sea como sea, me tiene sin cuidado, estoy dispuesto a hacer lo que he dicho y punto final…
*MUKASHI MUKASHI ARU TOKORO NI WA… = Érase una vez… en idioma japonés.
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