Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que hallé motivos para (son) reír; mi carcajada tenía el retumbe de un centenar de pájaros, y la liviandad de una mañana en otoño.
No recurro al pasado para culminar solamente en la escasez de mi sonrisa, estoy perturbada, asqueada, desmotivada y hambrienta de nuevas aventuras; pero no llegan, no salgo, la gente me vale aire y sin embargo, las noches de lunas inspiradoras me encuentran amortiguada entre las sábanas de mi cama.
Nací por el año 1988 en el país de la furia, Argentina, un año después de la desaparición física del líder de la banda de rock Sumo, Luca Prodan, él se fue porque también le valió madre la ingratitud de este mundo, y buscando afectos prestados se anticipó a la vida.
Mamá fue un espectro ausente y peligroso, pero si he de contar historias sobre niños que han conocido la ingratitud del mundo, la fealdad de la humanidad, les contaré cómo se construye una personalidad atormentada, ambivalente, perseverante y lánguida.
Los niños que describiré en los capítulos que proceden no han conocido la calidez de una palabra, ni tampoco el afecto que por derecho a la vida les correspondía, han sido traídos al mundo como el vómito precipitado en el estómago de un nauseabundo, de un viejo senil y borracho; les han arrebatado su infancia como si eso fuera poco. Han crecido prematuramente con el peso del pasado, un pasado incipiente que forjaron los adultos, y ahora, estos niños perturbados han de deambular con el pedazo de inocencia que no es más que un tesoro en su memoria (el tesoro de los inocentes), han de vivir sabiendo que para ellos nunca nada será gratis, y mucho menos fácil, han de avergonzarse con la lástima de las gentes frívolas, que los miran despectivamente por ser unos guachos, unos parias, unos mocosos sin patria.
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