Tan poco princesa para tanto cuento,
tantos pecados para tan pocos mandamientos.
Muy largos los días, muy pocos pretextos.
Caminaba descalza por tanto desierto,
pisoteando el cálido candor del dolor.
Su mundo interior era una galería de arte y descarte,
de veces y besos,
de dolores y fracasos,
de alturas y altibajos.
En su mayoría eran autoretratos,
autoemboscadas y autosecuestros
de una vida que llevaba sin ser dueña de ella misma siquiera.
Y era en la manera en que pasaba los días,
que un día, perdida,
se encontró.
Descubrió corazones, canciones, brebajes
de cuentos salvajes, pasiones y anclajes.
Halló sinsentidos, intuiciones y decisiones
en vano y de veras
que el mundo de afuera no podía leer.
Se topó con ella sin saber,
tropezó con ella sin querer
pues quería evitarse tener que rodearse
de todo aquello que no quería ser.
Era la letra pequeña de un contrato,
era el placer culposo de lo insensato,
era el acento indecente de lo volátil,
lo sublime y lo inútil en armonía perfecta.
Estaba estupendamente dañada,
si era emboscada al tiempo y al orden,
en vísperas del desorden.
Era el mismísimo manual de las contradicciones,
que inundan al amor de contraindicaciones.
¿Quién pudiera?
No había manera de leerla al derecho sin leerla del revés.
Pero eso era,
pues hoy ya no es
ni la mitad de entera, de viva o de cera
que veinte años después.