En realidad quería ponerle como título a esta narración: “Las angustias de un chorizo”, la razón es sencilla, desde pequeño me ha gustado mucho esta vianda. Un día mi madre me dijo “te vuelves puro chorizo”, por desgracia un primo la oyó y desde entonces chorizo por aquí, chorizo por allá y se me quedó de apodo. Por eso pensé en el título que les dije, pero dado que soy mexicano, los mal pensados podrían pensar en un albur.

Por otra parte debo contarles que soy un profesionista exitoso, el dinero ha llegado a mi persona con mucha facilidad. Debo agradecer la esposa que tengo (se pasa de bondad, la verdad) y aunque soy agnóstico, mis familiares piadosos dicen que diosito nos concedió un hijo único, buen muchacho, estudioso y que ya terminó sin problemas la facultad. Sin embargo desde pequeño, le observamos un gusto desmedido por el sexo. De pequeño se encerraba en el baño (ya se imaginarán para qué). Les decía que mi retoño es proclive a la concupiscencia de la carne, algo que mortifica a su mamá. Yo la consuelo diciéndole que es mejor esta debilidad a que nos hubiera salido delicado y de costumbres raras.

Con gran alegría de mi mujer nuestro hijín se hizo de novio, de una muchacha modosita e ingenua, Azucena. Ya de novios, el galán la llevó en su vocho (Volkswagen sedán que ya no se fabrica), al apartado sitio llamado “El Tocadero”, soledoso lugar a donde las parejas de novios solían acudir, pues no había en nuestro pequeño pueblo moteles de los llamados de corta estancia o pago por evento. Con engaños el salaz novio hizo que la candorosa joven se pasara con él al asiento trasero del pequeño vehículo: le dijo que desde ahí se miraban mejor las estrellitas. Cuando la tuvo ahí le dijo sin más introito, prefación o prolegómeno que iba a hacerle el amor. “Si me lo haces —dijo Azucena—, voy a gritar”.

Sin hacer caso del aviso mi primogénito se precipitó sobre ella y la hizo objeto de una intensa manifestación de amor. Ella empezó a proferir con estentóreas voces: “¡Mi amor! ¡Mi cielo! ¡Papacito! ¡Así! ¡Oh! ¡Ah! ¡Ay!” “¡Baja la voz! —le pidió el novio en medio del pasional deliquio—. ¡Nos va oír el policía!”. Contestó Azucena arreciando sus movimientos amatorios: “Te dije que iba a gritar”.

Y sí, el policía que hacía el rondín, y sacaba buenas “mordidas” de las parejitas, dado el escándalo se los llevó a la comisaría. Ahí tuve que ir para arreglar el asunto. Después de lubricar con buen dinero las conciencias de los genízaros. El encargado del lugar en tono admonitorio le dijo a la pareja: “¡Ya ni la friegan muchachos! ¡Hagan sus cosas pero en silencio!”

Ya casados y papás de un precioso bebé, adoración de la abuela, nuestro vástago con muy buen criterio económico vive, con su familia, con nosotros, así papito (o sea yo) corre con los gastos y su mamita (o sea mi mujer) les sirve de criada de lujo ya que nuestra nuera salió delicadita y melindrosa. Los jóvenes esposos discuten de continuo. El matrimonio es una sucesión continua de pleitos por quítame allá estas pajas. De riñas por sí o no. Nosotros, los preocupados padres de la pareja acordamos tener una reunión con ellos, a fin de ayudarlos a resolver la situación. Yo, como el padre del muchacho, les pregunté: “¿Hay algo sobre lo cual ustedes estén perfectamente de acuerdo?” “Sí —respondió sin vacilar nuestra nuera—. La cama”.

Aunque mi mujer y yo nos llevamos bien, sin embargo tuve que bajar la vista ante la mirada de reproche que me dirigió mi media naranja.