Las teles del mundo entero se preparaban para celebrar el cuadragésimo aniversario del primer paso humano en la Luna y la frasecita de Neil Armstrong se reproducía en bucle en las radios.
Llevado por el fulminante éxito de la trilogia "Millenium", yo había puesto mis pasos en los de Mikaël Blomkvist y Lisbeth Salander para descubrir Estocolmo.
Julio se mostraba incierto, ora ventoso, ora bochornoso. Apenas bajado del taxi y depositado el equipaje en la habitación del hotel, decidí dar un paseo hasta las orillas del lago Maalar desde las alturas de Kungsholmen donde residía. Para eso tenía que cruzar uno de los numerosos parques de la ciudad. Era domingo y los estocolmenses lo habían invadido según su costumbre, como las riberas del lago, para darse una caminata, practicar jogging, bicicleta o petanca, leer o descansar, a solas, a dos, en familia o en tribu.
Para comer también. Se cena pronto en aquel país. Apenas declinaba el sol, emitían sabores mezclados mini barbacoas puestas en el mismo suelo y se podía identificar a las principales comunidades de inmigrantes del país donde ocupan los empleos subalternos que la gente con estudios deja de lado.
A juzgar por las voces oídas, los dos idiomas mejor representados aparentaban ser el español (de Chile en particular) y el árabe, pero un oído más aguzado que el mío sin duda hubiera reconocido acentos de serbocroata y farsi, sin contar los de los alemanes y otros pueblos vecinos de Europa del Norte.
El país de los Varegos hoy en día es pluriétnico, mucho más que Francia, Alemania o Italia. El mito del sueco uniformemente alto y rubio ha mermado mucho y las chicas de piel lechosa ya no llenan las calles. En cambio, otro tópico parece haber conservado toda la vigencia: ellas siguen ligeras y vestidas de corto.
La minifalda aquí conoce otra edad de oro, a no ser que nunca haya dejado de llevar la voz cantante en cuanto sonríe el sol.
Cabe decir que por lo general a las suecas les queda bien, por la silueta ventajosa desde muchos puntos de vista que suele proporcionar la educación nórdica. Aunque la "mala comida", aquí como en otras partes, ha empezado sus estragos y menudean las personas con exceso de peso. Gracias, pues, a Mary Quant por inventar aquella prenda en el alba de los sesenta porque le debo, en este mes de julio de 2009, una de mis más bonitas emociones estéticas.
Era durante el segundo o tercer día de mi visita, no recuerdo exactamente. Regresaba del centro y salía del Metro en la estación de Thoridsplan. Enorme diferencia con la línea 13 que suelo usar en París: aquí no encontrar asiento es la excepción.
Éramos pocos los que nos bajamos en esta estación periférica y delante de mí andaba una chica rubia, con minivestido evasé de color negro y bailarinas a juego. Iba subiendo la escalera con un paso ligero, entre marcha y carrera, que daba un balanceo a la prenda en sus piernas desnudas. Yo todavía estaba al pie de los escalones cuando ella alcanzaba el nivel de la calle. Y fue cuando un soplo de aire venido del subterráneo levantó el corto vestido, descubriendo dos hemisferios carnosos cuyo libre movimiento nada dificultaba. Nada, le digo.
Contraste del blanco y del negro. Visión encantadora, placer de los sentidos.
Por desdicha, aquella sonrisa de Eolo no duró más que un instante, como un deslumbramiento. Mi desconocida había doblado la esquina y yo... iba acompañado. Con mi inútil cámara reflex alrededor del cuello, sentí amargamente no ser un Doisneau, un Ronis o un Cartier-Bresson que supiera inmortalizar aquel instante de excepción.
Pero, por una maliciosa disposición de mi inconsciente, conservo intacto el nombre de la estación de Thoridsplan y de la "Venecia del Norte" el recuerdo de una Afrodita calípige, diosa de paso ligero, de cuerpo libre y de corazón por tomar, ¿quién sabe?
©Pierre-Alain GASSE, 2010. |