Recuerdo haber leído por ahí que nadie puede recordar el día en que comenzó a hablar, lo que me hace suponer, que soy la única excepción. Bueno algo parecido.
Nací en un pueblo polvoriento, donde nadie sabe leer, el transporte convencional son las carretas tiradas por mulas y la luz eléctrica es un sueño, una novedad de la cual se desconoce casi todo y solo los hombres más adinerados pueden aspirar.
Tengo un hermano gemelo, mayor que yo por cinco minutos, la única diferencia (por lo menos física) entre él y yo radica en que soy prácticamente sordo.
Apenas puedo distinguir algunos de los ruidos más estrepitosos que existen, como el golpeteo provocado por el herrero cuando golpea con su martillo en el yunque o el estallido de los truenos en las tardes de tormenta; estos para mí son susurros que me alteran los nervios y me dan la esperanza de algún día escuchar, así como lo hace todo el mundo.
Poco después de haber nacido, mi madre se percató de mis gritos descomunales, en comparación con los lloriqueos normales de mi hermano. La falta de funcionamiento de mis oídos era evidente y me llevó a bautizar creyendo que mi condición era alguna maldición del infierno. Evidentemente esto no funcionó. Ya estaba bastante crecido y un miércoles por la tarde, mi madre con su garganta irritada de gritar todo el día me llevó a un convento y me regaló a las monjas, las cuales tenían un voto de silencio permanente para calmar la ira de dios en el mundo y serenar a los hombres de guerra, para esos días yo tenía seis años y las monjas me enseñaron a comunicarme como ellas lo hacían, con las manos.
Pasaron dos años y en ese tiempo aprendí a comunicarme con propiedad, aprendí modales básicos y a describir mi entorno casi a la perfección, incluso me enseñaron a dar y recibir misa a señas.
Sin embargo la madre superior decidió regresarme a casa. No está de más decir, que mi madre se opuso completamente a la idea, incluso se opuso a aprender mi lenguaje, al contrario de mi hermano, el único con el que pude hablar en mucho tiempo. Fue él quien me enseñó a leer y escribir pues me estaba negado asistir a la escuela, para no molestar a los maestros y evitarle la vergüenza a mi familia.
Mucho tiempo después (no importa cuánto realmente) mi madre falleció de fiebres en su cama en un olor pestilente que habré de recordar por siempre. Recuerdo que aún en su lecho de muerte movía los labios creyendo que de alguna forma descifraría sus palabras, no necesité escuchar, me bastaba con ver el odio en sus ojos y las arrugas de sus labios para saber que me despreciaría más allá de la muerte.
Después de su muerte no pude seguir viviendo en la casa, me fui muy lejos de ahí, donde el recuerdo no pudiera seguirme y llegue a esta ciudad donde el olor de las caballerizas no se percibe y el polvo es eliminado con aspiradoras. Antes de ser tan conocido por la gente trabaje donde pude y como pude para mantenerme con el estómago lleno.
No contaré los pormenores de cómo me llegue a donde estoy, eso será para otra ocasión. Solo diré que mi refugio, mi fuente de ingreso y mis más grandes amigos están en las interminables páginas de los libros, lo que yo considero un idioma universal. Pues hay (o hubo) personas capaces de describir el mundo con tal magnificencia que te hacen flotar en el aire aunque estés hablando de la inmundicia. Ahí está Faulkner y Cortázar y Kafka y tantos otros sin mencionar, no por falta de respeto o admiración, sino por falta de espacio, porque la lista es interminable. Tengo la esperanza de algún día ocupar un asiento de escritor reconocido a su lado y poder discutir letra a letra de nosotros.
También tengo miedo pues hace un tiempo, un hombre de impecable bata blanca prometió regalarme el sentido faltante, mañana me intervendrá y el miedo viene de ahí, miedo de dejar de ser el singular que soy.
Aunque detrás del miedo viene la ilusión de ser como tantos otros. Por supuesto me han prevenido, al principio estaré aturdido por el ruido, porque tengo que aprender a escuchar, pero estoy seguro, con el tiempo aprenderé a distinguir los sonidos, del más chico al más grande, estoy ansioso de escuchar el llanto de los recién nacidos, como el que yo seguramente hacía o el sonido de las palmas de las manos chocando unas contra otras y seguramente algún día escuchare el chirrido del eje oxidado de la tierra dando vueltas sobre sí mismo
Sé que pronto escucharé el sonido de la tierra. |