De niño e incluso de joven he sido feliz. Todo ha cambiado desde que me recibí de profesionista en una universidad muy cara —mi progenitor siempre ha renegado de pagarla—. No les digo que título universitario tengo, del cual mi mamita está orgullosa, en contraste mi papá frunce el ceño.
Después de la vida de estudiante hay que ganarse la vida y aquí está el problema, en todas partes donde he solicitado trabajo, me piden que sea experto en matemáticas, economía, física y otras materias propias del diablo. No les interesa que sea culto y conozca las ideas de los filósofos.
En fin, para no alargar la historia les diré que se ha encaprichado de mí una chica, algo vulgar. Que se podía esperar, si el papá —rico comerciante de chiles secos en la central de abastos— no tiene nada de cultura. Ustedes estarán de acuerdo que el matrimonio sería perfecto, ya daría la distinción y la familia de ella el sustento. Pero, siempre hay un pero en esta transacción amorosa y comercial. Les contaré la conversación que tuve con el zafio comerciante en legumbres y este seguro servidor de ustedes.
Yo, bien emperifollado, visité a don Eustaquio para pedirle la mano de su hija. Dijo el severo genitor:
—Mi respuesta, joven, depende de su situación económica.
Respondí al punto:
—Me temo, señor, que hemos entrado en un círculo vicioso: mi situación económica depende de su respuesta.
En eso estamos.
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