La holandesa
Gabriela, como siempre, a las 6:30 se levantó. Su madre, ya de pie, le tenía listo el desayuno. En la escuela también recibían alimento, no obstante Paulina, la mamá de Gabriela, prefería mandarla desayunada y que almorzase en la escuela. Pronto se escucharon los llamados de sus amiguitos. Gabriela dio un cariñoso beso a su madre y partió. La mayoría del grupo cursaba 7° básico. Gabriela, la mayor, estaba en 8°; sin embargo, gustaba de compartir con los más chicos. Tenían que recorrer desde el pequeño poblado hasta la escuela cerca de 4 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta. Algunas veces pasaba por el pedregoso camino de las Tórtolas, don Francisco. El anciano, cuya forma de hablar causaba risas disimuladas en los jovenzuelos, detenía la carreta haciendo un corto y fuerte ruido con los labios dirigido al Carmelo, un viejo caballo de carreras, ahora convertido en cargador. Éste cabizbajo, levantaba rápidamente la cabeza y sus orejas, como esperando una orden. Don Francisco era un hombre bueno. Tenía una chacra, más allá del puente Rosales. De vez en cuando iba a la capital provincial a vender sus productos, comprar semillas, realizar algún tramite ó simplemente visitar a su hija. Cuando veía a los chicos, les saludaba alegremente y bajaba una escalerita. Una vez todos acomodados, rumbeaba lentamente el camino, contando a los muchachos historias de cuando estuvo trabajando en el norte, en una salitrera llamada Pampa Quemada. Estos le escuchaban extasiados, porque casi siempre, don Francisco salía con alguna divertida chanza o situación. El tiempo pasaba rápido con el anciano.
Gabriela escuchaba un divertido relato cuando miró una enorme vaca. Jamás había visto animal similar. Las que conocía eran todas iguales, algunas muy feas. Sin embargo, ésta era diferente. Su cabeza de un blanco nieve resaltaba del robusto cuerpo. Además, tenía unas ubres muy blancas y grandes. Sus patas eran fuertes y parecían cuatro pilares enterrados en el verde piso. Roberto, uno de sus amigos que estaba en 5°, la quedó mirando y dijo – Es una Holstein-Friesan. La vi en una fotografía que me mostró el profesor-. Gabriela continuó observando, hasta que la perdió de vista tras unos álamos. Al día siguiente, mientras caminaba ensimismada, vio que pastaba muy cerca del estacado. No pudo resistir la tentación y alejándose del grupo se acercó con cuidado. Cuando estaba a pocos metros de ella, el animal levantó su cabeza y moviendo la cola se alejó. Gabriela permaneció un buen rato admirando al animal, sin embargo Roberto la interrumpió diciéndole que llegaría atrasada a la escuela. De inmediato partió corriendo, con la idea de algún día acariciarla. Extrañamente, cada vez que regresaba al hogar y pasaba por allí no la veía. La única oportunidad era en las mañanas. Para ganarse su confianza, todos los días de ida al colegio, le trajo pasto fresco, zanahorias y lechugas en la mochila. Algunas las obtenía de un huerto abandonado, otras se las regalaba don Francisco. En un comienzo la vaca no las tomaba en cuenta, sin embargo, con el transcurrir de los días y semanas, poco a poco fue perdiendo el temor hacia la muchacha. Gabriela no pudo resistirlo, de manera que un día, después de alimentarla con tiernas lechugas, atravesó la valla. Sus compañeros creían que se había vuelto loca, de manera que prosiguieron su caminata. No obstante, Roberto permaneció sentado en una roca a la vera del camino. Gabriela se aproximó lentamente donde la holandesa, así la llamaba Roberto, ésta seguía pastando sin prestarle atención. Su mano se posó suavemente en el lomo de la lechera, que movió su cabeza en dirección a la niña y luego agitó débilmente su cuerpo. Sin embargo, siguió comiendo pasto como si cosa alguna sucediera. Gabriela, entonces, acarició el cuello cuidadosamente. Su mochila roja, en forma paradojal, no había molestado al animal. No obstante, a unos cientos de metros pastaba un toro. Éste había sido adquirido por el dueño del fundo pues quería cruzarlo con la holandesa. El color del bolso de la muchacha le había hecho nacer furiosos instintos lanzándose a toda velocidad contra su objetivo. Gabriela se dio cuenta que algo raro le pasaba a la holandesa, pues movía con fuerza sus patas traseras. Dirigiendo la mirada hacia el riachuelo vio al enfurecido taurino venir hacia ella. De repente, algo extraño sucedió. La holandesa, mugiendo, se interpuso en la trayectoria del animal. Gabriela aprovechó la oportunidad de correr hasta el cerco poniéndose a salvo. Roberto corrió donde ella para saber si estaba bien. Había visto todo y le pareció increíble. La holandesa había salvado la vida a Gabriela. El duro choque hizo poca mella en la vaca. Sólo una pequeña laceración que curó rápido. Sin embargo, el toro durante una semana estuvo trastabillando más allá del riachuelo, alejándose cada vez que la holandesa mugía...
Desde aquel día, los niños de la pequeña escuela rural adoptaron a la “holandesa” como su mascota oficial...
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