Nunca supe bien como comenzar una frase escrita, pues las palabras de inicio son las que mejor se escurren cuando tratas de cazarlas en tu cabeza. Es como cuando me siento a meditar y aparece la Pola, sus manos, su sonrisa de pleno verano, sus mañas con el morrón, las preguntas existenciales que soltaba como si fuese de lo más natural del mundo entristecerse porque la ciencia no puede abarcar la totalidad de la experiencia humana o cuando en la micro decía que Platón estaba equivocado y que dividir todo en dualidades opuestas era una volá de él nomás y que en realidad vivimos en un condensado de energías sistemáticamente interconectadas en las que nada se opone a nada, sino que somos un solo todo indiferenciable y contínuo que se retrotrae sobre si mismo con cada capa de realidad que analizamos ¿Dónde nos teníamos que bajar?. Uff… La Pola. Quizás eso es lo que me encantó de ella, lo poco que se cuestionaba si cuestionárselo todo, todo el tiempo, estuviera bien o mal, era simplemente una necesidad y ella la tenía bien clara, ser ella misma siempre. Yo tímidamente me contentaba con correrle mano, mirarla reír e intentar capturar sus gestos felinos en esos frasquitos que guardo en mi memoria para cuando el bosque de mi corazón necesita un empujoncito de vida en la micro o en el trabajo.
Como ahora, por ejemplo, que preparo un informe para el Minvu y la Pola se abre paso desde el frasquito y salta de mis lentes al papel, entre las cifras y gráficos sobre la distancia con el centro que tienen ciertos barrios nominalmente vulnerables, en búsqueda de indicadores medibles de lo que llamamos en la oficina Hábitat Residencial, ella se lanza y desmenuza concepto por concepto, una Pola sentada sobre el pisapapeles me pregunta si ya tuve suficiente de números y si vamos a hacer el amor o no, una Pola mira los arboles mecerse en el viento saboreando una danza cotidiana, otra Pola rehúsa quedarse en el cajón donde guardo los archivos revisados bajo la queja de que allí abajo está muy oscuro y que un artículo de estos está muy bueno y que cómo va a echar hojitas en ausencia de luz. Me concentro, respiro y les pido que guarden silencio, las cuento y ya son más de 5 con las del escritorio y las sentadas en la ventana, les explico que aquí yo trabajo, que no les puedo prestar mucha atención pero no me escuchan, se ponen a conversar entre ellas mientras, diminutas como son, se ríen del color de la oficina, lo mal que huele todo, opinan del disfraz de burócrata que me puse y de lo pésimo que debe ser el café aquí. Ya un poco molesto, pero con delicadeza, las tomo una a una, las pongo en mi palma abierta a la luz hasta que las 7 se quedan mirándome como si algo importante les fuera a decir pero al final nos quedamos mirándo largo rato a los ojos en esa contemplación del amor que tanto nos gustaba.
¡Suarez! ¡Trabaja hombre! - Exclama Gutiérrez. Todos tenemos un Gutiérrez. Hago los ademanes respectivos, digo lo que se dice en estas ocasiones para que se vaya y vuelvo a hablar con las Polas -¿les conté del sueño que tuve el otro día? Se trataba de una casa inmensa en la que yo podía ser parte del edificio solo con caminar dentro de las paredes y podía ver todo lo que veían las ventanas, tal como si fueran mis ojos, lo cuatico era que yo no tenía esta perspectiva bifocal de ojos paralelos con pupilas separadas por un dedo índice de distancia, sino que podía ver en todas direcciones al mismo tiempo y…- Gutiérrez vuelve y me enfrenta. Las Polas se esconden en mi bolsillo, miran a Gutiérrez, sé que se ríen de su palidez y de la poca sangre que debe correr por su piel de cartón. –Me cachaste ¿Cierto?- Pregunta Gutiérrez decididamente molesto. Le respondo que sí, le repito en Alfonso sus últimas 7 palabras con un tono de solemnidad y convicción digno de cuando hice clases en ese instituto de medio pelo en el que no creía lo que enseñaba. Gutiérrez sonríe y termina una larga frase con una invitación a algo como jugar a la pelota o un asado o a irnos a tomar un copete después del trabajo mañana o el sábado. – Ahí vemos, todavía tengo mucho trabajo por hacer y parece que ese día estoy ocupado- le respondo como cinta magnética y en voz baja porque las Polas ya se quedaron dormidas en mi chaqueta. Silencioso pienso en que mejor aprovecho y me pongo a trabajar antes que despierten otra vez. Respiro, miro la luz que entra por la ventana, miro el traje que tengo puesto, me recuerdo quien soy y lo que estoy haciendo y me apuro a trabajar antes de que se me olvide, no sin antes anotar en un papelito "un día cualquiera en la oficina". |