¡Esto no es el infierno! Es un mundo libre…
Y caeré, caeré eternamente. Y eternamente tortura, eternamente maldiciones para el suelo que me acoge. La gravedad no era enemiga, después de todo. Deja vu.
Sorprende la opresión en su faringe al observarse mordiéndose la lengua y despreciando, soberbia, el círculo del tiempo.
Busca un lecho submarino que no la busca, es como un virus del alma latente que refulge en oblicuos rayos solares, a esa hora, y hace, y después de, cientos de millones de años.
“La subjetividad es el tiempo”, se repite a sí misma, rechazando otro inicio. Pero ¿qué? Llora, respira, tropieza, camina, habla un poco, se encuentra y allí está otra vez.
Privada de razones -¿para qué pensar sólo algoritmos?-, fríos los labios y rosadas las mejillas, no derrama una lágrima, aunque la discontinuidad del espacio lo desea.
Determinación grabada a fuego y, cristalizada en los ojos, la certeza única: “Al fin y al cabo esto no era el infierno”.
Mira, el océano da su piedad última: devuelve el cadáver a la playa, porque este no puede con tal vitalidad.
Y ese cuerpo es una botella, lleva el mensaje de que lo que pisamos es libre, que el patíbulo es invento y no esencial. Que no vale la pena distinguir entre maldad y bondad; una novela triste, una tragedia, puede ser mucho más que bella.
Nadie hurgará más en el asunto, eso sí, y el mensaje no será leído; y no seré yo quien se oponga, porque nadie en su sano juicio juguetea con el cadáver de un suicida.

Y para leer el mensaje, (jaja) hay que sacar a bailar al cadáver, hay que hacerle cosquillas y pintarle bigotes.

PD: Para entender las cosas sublimes, a veces hay que burlarse un poco de ellas.