Un aprendiz de escritor como yo, trata siempre de contar historias interesantes y sorprendentes. Es decir escribe para los demás. Sin embargo lo que hoy voy a escribir no es una historia: es un cuento. Lo digo porque las historias deben tener fecha: “Esto pasó tal día”, “Esto otro aconteció en tal año”. Los cuentos en cambio son intemporales. Suceden en un tiempo sin tiempo, un impreciso ayer que se llama “Una vez”.
Mi cuento comienza en una ciudad pequeña del norte de México. La trama tiene lugar en el panteón municipal donde cada lunes llega una dama a las nueve de la mañana —hora que abren el cementerio—, ya no es joven, pero aún es bella. La gente la conoce como dueña de una acreditada mercería y por su acendrado catolicismo, sin embargo se aísla de la llamada buena sociedad.
Ella camina con paso firme, con un ramo de flores, que ha comprado en una florería donde ya la conocen y tratan con familiaridad. Lo mismo pasa con el vigilante del campo santo. Se dirige a una elegante tumba y pone sobre ella las flores que acaba de comprar. Permanece de pie, en silencio, unos minutos, y en seguida hace algo extraño: recoge el ramo, y tras enviar un beso con la mano al nombre que sobre la lápida se lee se aleja de la tumba y se dirige a otra que está en la parte pobre. Es la humilde tumba de un niño que murió. ¿A qué edad? No lo sabe. Pero si sabe que los padres probablemente tuvieron que emigrar a Estado Unidos a buscar la vida, así que nadie visita la tumba del niño. Ahí deja las flores y luego se retira. Lo mismo hará el siguiente lunes. Lo mismo hará todos los lunes.
¿Qué rito extraño hace? Lo digo porque la dama jamás conoció al niño en cuya tumba deja las flores y que ningún ramo tendría pues su familia está muy lejos. La vida sigue, saben ustedes.
Precisamente porque la vida sigue voy a tratar de explicar el misterio de este proceder del ritual de esta mujer que semanalmente visita una tumba del panteón y deposita en ella un ramo de flores que después quita para llevárselas a un niño que no conoció.
En la primera tumba se lee la fecha del nacimiento y defunción de un hombre, además la inscripción: “Descanse en paz. Recuerdo de su esposa e hijos”. La dama de los lunes no es esposa del hombre que yace en esta tumba. Durante muchos años fue su amante, él le puso el negocio donde con su trabajo ella lo prestigió.
El amor de los dos fue sincero, casado él, ella soltera y sostuvieron una relación que nunca nadie conoció. El hombre ni siquiera pensó en divorciarse de su esposa: la amaba también y adoraba a sus hijos. La “otra” por su parte jamás le pidió que dejara a su familia por ella. Tenía un profundo sentimiento religioso y le decía al hombre: “Estoy en pecado grave por amarte, pero a esta culpa no añadiré la de romper tu hogar. Sé muy bien cuál es mi situación. Sigamos así, y Dios haga que nuestro amor no cause nunca sufrimiento a nadie”. Ya no volvió por respeto a su iglesia. Él se conmovía y agradecía su buena suerte de haberla encontrado.
La vida y el tiempo no perdona, él se enfermó y al poco tiempo murió. Desde luego ella no lo asistió en su enfermedad y tampoco fue a su funeral. Dejó pasar un tiempo y fue a llorar sobre su tumba, poco a poco su soledad se transformó en dulce melancolía. Volvió a asistir a su iglesia ya que la muerte la había absuelto del pecado.
La vida es cruel, por múltiples razones la familia no visitaba la tumba salvo el día de los fieles difuntos, pero la amante cada semana, cada lunes acudía, quitaba las flores porque alguien de la familia podrá preguntarse ¿Quién las pone? Y las llevaba al niño que nunca conoció, pero que de otro modo jamás habría tenido flores.
Éste es mi relato, por otra parte verídico, ¿Habla de la vida o de la muerte? No lo sé. Ni siquiera sé si es cuento o historia.
|