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Alguien debe decir la verdad acerca de lo sucedido. Hablar en voz alta, gritando si fuera necesario, a voz en cuello, en la cara de todos los que se acercaron morbosa y de manera deliberada, a regodearse con el dolor y el espanto de los que vivimos ese instante.
Debería ir y patear los escritorios, reclamar que estoy en mi derecho, no para reivindicar a nadie o salvar “el buen nombre” o tonterías por el estilo. Reclamar el elemental derecho a que se sepa la verdad. La Verdad, la cruda y descarnada, la incómoda y no comercial. La que habla de gente que bien o mal, se mueve y actúa por instintos, empujados a veces inflexible o estúpidamente para satisfacer lo que consideran sus necesidades más inmediatas. Debería ir y putearlos de arriba abajo. Mandarlos a la mierda, no solo para que se ofendan y ventilar lo bajo, lo inhumano de sus actos. Ir y gritárselo en la cara, no desde el fondo de los pulmones, desde más adentro, qué se yo, desde el estómago o desde los intestinos, quizás así, en ese camino visceral arriba podría ir sacando todo, arrancando lo que duele y está aquí clavado, sacar las broncas, los rencores, los desacuerdos, las malas memorias, y de paso, librarme del peso terrible de las palabras nunca dichas, los besos y abrazos que nunca di y los que di y me duelen no volver a dar y que lastiman agigantando la ausencia. Vaciarme, aun corriendo el riesgo de perder algo de lo bonito que atesoro y me reconforta. No sé. Debería hacerlo, ojalá pudiera hacerlo.

Quizás, debería escribirlo y reclamar que me otorguen al menos un cuarto de todo el espacio que le dedicaron los diarios para contar una mentira, una maquinación absurda e infame con el sólo fin de aumentar las ventas y estimular las teorías y fantasías más descabelladas.

Sí, debería tener el coraje de escribir la verdad, mí verdad. Yo, que creo conocer todos los hechos. Cada uno de los elementos que por esos caprichos de la vida, al unirse de esa manera tan particular, en vez de felicidad o rutina, por resultado conducen a la confusión, al dolor, a la desgracia.
Debería poner las cosas en claro, pero esa es la parte más difícil. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo escribir sobre esta historia? ¿Debería escribirla en un tono personal como si fuera un diario íntimo, una bitácora de un proyecto que se empezó sin plan y terminó en un rotundo fracaso? O debería comenzar contando del derrotero de los otros protagonistas, para borrar la imagen creada en la mente de muchos que los deshumanizaron, como si hubieran sido máquinas, trenes descontrolados que se encontraron en esa encrucijada con un resultado inevitable.

Además, ¿por dónde se empieza el relato? Muchos dirán, con sorna, desde el principio. Pero, ¿dónde comenzó esta historia? Desandar los hechos como quien baja una escalera, peldaño a peldaño, ¡no! ni esta ni ninguna historia es tan lineal ni simple. Es como una madeja, un complejo cúmulo de pequeñas cosas. Cosas simples que quizás uno mismo o las circunstancias fueron complicando. Haciendo un lio, cruzando y entrecruzando sin sentido hasta perderse sin encontrar solución ni salida. Una madeja, imaginarla de lana, como un suéter o algo así, que bien o mal hecho ya está y como es de lana se puede destejer y desanudar, uno a uno sus puntos e ir deshaciéndolo sabiendo que luego se puede volver a tejer y rehacerlo. Encontrarle el principio y el fin, siguiendo las hebras, formando pequeños ovillos. Por ejemplo, un hilo, una hebra delgada sería esa noche lluviosa de mayo, como muchas otras, o la tarde que supe de la existencia de Ella. Otra, ineludible es la que hablaría de Bruno, de lo unidos y queridos qué éramos. O quizás, nada de eso importa ahora. Solo a mí me importa recordar esas cosas. Quizás baste con decir que Bruno, era mi hermano y Silvina es (fue) la única mujer que amé de verdad en mi vida.

Recuerdo la noche (esa noche), la llovizna nublando las farolas, pegándose a la piel dando la sensación incómoda de babosas reptando, deslizándose por la mejilla cuello abajo. Recuerdo la ropa húmeda, fría, erizándome la piel con cada roce. Recuerdo el gato apareciendo súbito entre los botes de basura. La calle sola. Los ecos distantes de los autos veloces alejándose en la avenida cercana. La penumbra y la luz encendida en la ventana del apartamento del tercer piso.

Bruno me había hablado de una muchacha hermosa pero que “era un fastidio”. Se la había presentado Ruti, compañeras de no sé qué curso. Ruti, siempre estaba (está) tomando clases de algo. Nunca termina ninguno, pero desde que la conozco, se está anotando en cuanto curso aparece por ahí. Postmodernismo, ya sabes, Umberto Eco, Rossi, Graves, los japoneses que nunca me aprendí sus nombres… totalmente multidisciplinario, ya sabes, arquitectura, semiótica, arte… Silvina estudiaba diseño, después de abandonar el tercer año de arquitectura.
Ruti organizó una cena como “inauguración” de nuestro apartamento. Era la novena o décima inauguración que hacíamos. Siempre usó la misma excusa para cumplir algún objetivo o deseo. En los primeros tres años de vivir juntos inauguramos para reconciliarse con sus padres, luego que ellos cayeran en cuenta que mi nombre no era Samuel, como ambicionaban por su tradición judía, sino Manuel, Manolo pa´los amigos. Terrible desilusión. Llantos inconsolables de parte de su abuela y de su madre. Imprecaciones y posterior retiro de la palabra de parte del padre. Chisme sabroso para toda la familia.
La segunda vez, para congraciarse con la editora de la revista “Mujeres Hoy”, ansiaba ser colaboradora permanente y no solo tener ocasionales comentarios en la sección Libros. En fin, la lista podría continuar, siempre encontraba un motivo, desde conseguir entradas a un evento exclusivo o ser presentados con fulano o mengano y eso, sin contar las innumerables veces que hizo de Celestina para amigos varios.
En esta ocasión, el elegido fue Bruno. Son perfectos, el uno para el otro, insistía Ruti. Al principio todo conspiró en contra de la reunión; una repentina fuga de gas impidió que Ruti terminara de cocinar la cena y el olor a gas nos obligó, a pesar de lo frío de esa noche, nos tuviéramos que refugiar en el diminuto balcón para no morir asfixiados. Fuimos con Bruno a comprar pizza, me costó hacerlo volver a entrar, porque él ya la había catalogado de fastidio, pero después de recordarle lo pesada que se pondría Ruti, esa amenaza fue decisiva. Volvimos ensayando una sonrisa.
Bruno nunca fue del tipo intelectual, lo suyo era el deporte. Practicó varios, en especial natación y waterpolo, era muy bueno, aunque no sobresaliente. Decidió ser entrenador o preparador físico. Terminó la Licenciatura en Educación Física y abrió un pequeño gimnasio con un socio y no le iba nada mal.

Creo que la noche se puso divertida después de la segunda botella del rico vino que trajo Silvina. Hablábamos de cine y Bruno bromeó diciendo que Walt Disney y el Pato Donald eran sus favoritos, las mujeres intentaron explicarle la teoría del “buen salvaje” y él empezó a perseguir sin misericordia una aceituna con un palillo de dientes por toda la caja de pizza al grito de “¡Bwana…Bwana!”. Reímos sin parar. Esa noche fuimos tan felices…

Salíamos los cuatro o nos juntábamos a cenar o hacer algo al menos una vez a la semana. Compartíamos una suerte de comunidad. Durante casi un año era casi impensable hacer una actividad en pareja que excluyera a la otra. Bruno roncó plácidamente en el ciclo de Werner Herzog y yo soporté estoico los mosquitos y la incomodidad de dormir en el suelo cuando fuimos a acampar a la sierra. Nos ayudaron a pintar el apartamento y mudamos no sé qué cantidad de veces a Silvina de una casa derruida a otra similar por todo San Telmo.

Estuve casi tres meses ausente. La Editorial me envió a Berlín por la Feria del Libro. Allí contacté a Luis Segovia Durán, con el que había mantenido correspondencia durante largo tiempo. Me ofreció una corresponsalía para el Diario El País y me llevó a Paris a encontrarme con un amigo suyo, François Dupont quién había leído uno de mis cuentos y varias de las correcciones de las notas que intercambiamos con Luis. Me hizo sentir como en casa, lo ayudé con unas traducciones y en una servilleta, sobre la mesa de un café, diagramamos ideas para impulsar una edición bilingüe de su revista Extramundos. Pasaba una semana en Madrid, otra en París, era como estar soñando. Pero mi incipiente éxito profesional estaba deteriorando seria y de manera casi irreversible mi relación Ruti y toda mi familia.

Con el apoyo económico de François volví para instalar una oficina con tecnología de primer mundo y proseguir con nuestro trabajo a distancia. Debía contratar como mínimo, un diseñador gráfico y una secretaria.
Tuve la mala idea de incorporar a Ruti y a Silvina al proyecto. Me fue imposible trabajar con Ruti. Todo era motivo de discusión o debate sin sentido, sus métodos anárquicos de trabajo y su incapacidad de cumplir con las fecha de entrega de las tareas, eran un obstáculo insalvable. Contraté a Jorge, un asistente, a pesar de que no tenía presupuesto, para cubrir las tareas que ella no hacía o dejaba a medio hacer, luego ella aparecía como reclamando su territorio a tratar de corregir o menoscabar el trabajo del muchacho. Tuve que pedirle que se fuera. Lo tomó muy mal y me echó del apartamento.

Ya no éramos cuatro y la intimidad con Silvina creció a través de la afinidad de ideas y gustos, más las prolongadas horas de trabajo juntos, junto con ese deseo latente y reprimido tanto tiempo. La tarde que mandé a imprenta el primer número de Extramundos, edición en español, volví a la oficina con una botella de Moet Chandon Imperial. Brindamos, bebimos, nos abrazamos, reímos y lo demás fue natural.
A partir de ese momento, todo giró alrededor de Ella. Eligió mi nuevo apartamento, lo decoró a su gusto. Entraba y salía de mi cama, de la oficina, del trabajo, de mi vida cuando Ella lo disponía. Lo mismo pasó con Bruno. Pendulaba cruelmente de uno a otro, haciéndonos sentir miserables, haciéndonos sentir deseados y únicos.

Cuando uno habla de un triángulo imagina la figura apoyada sobre la sólida base de uno de sus lados. El nuestro pivoteaba demente sobre su vértice. Ella, vértice distante y a la vez dándote ese sentido único de pertenencia.

Con Bruno atravesamos todas las etapas. Nos confrontamos, nos peleamos, fingimos ignorarnos, volvimos a pelearnos, nos odiamos, nos juntábamos a veces para putearnos y emborracharnos hasta caer. Nos abrazábamos resignados, impotentes, sin saber qué nos esperaba en las próximas, solo con la convicción de no querer perderla. Y Ella reía, nos decía los amo y nos dejaba con nuestras dudas e inseguridades.

A finales de abril, mi vida era un caos. Estaba atrasado en la entrega de las correcciones para el número de edición en español y ni siquiera había empezado las traducciones para la francesa. Ya no sabía qué excusa inventar para calmar a François y la Editorial. Ruti vino a verme y no fingió no saber qué estaba pasando entre los tres.
Solo me dijo una cosa que cambió mi vida para siempre. Me das lástima. ¿Sabes?, hubo una vez que te envidiaba. Sí, te llegué hasta odiar por eso. Te envidiaba, porque vos aún sin darte cuenta, has tenido la felicidad que muy pocos en esta vida obtienen… has sido amado. Ya sabes… yo te amé con locura, Silvina me confesó cuando estabas en Paris que también te amaba. Y tu hermano, por vos, daría su vida sin dudarlo…Sos un infeliz, conociste el amor y en vez de atesorar esa dicha y disfrutar la que te queda, vives atormentándote por un futuro incierto. Me miró con unos ojos fríos, con una mirada ajena a esa ternura almendrada que solía extrañar y, a veces, aún extraño y se marchó.

Tenía razón, conocí el amor y voy atesorar esa dicha para siempre. Lo que estábamos viviendo era una mentira, una angustia desgarrante que iba rompiendo todo en nuestro interior y ya nos sobrepasaba, empezó a destruir también nuestro entorno.

Era ya las 23:30 o quizás más tarde. Somos animales de costumbres, repetimos siempre los mismos rituales. Entré por la puerta del callejón que sabía estaría sin cerrojo. Subí los tres pisos. A esa hora ninguno de los vecinos está despierto. Hace años que con Bruno compartimos las llaves de nuestros apartamentos. Silvina estaría en la tina tomando su baño de sales. Bruno, se levantaría a las 5 de la mañana para abrir el gimnasio, hacía una hora o más que duerme. En el segundo cajón del mueble que nos heredó el abuelo, estaría la .22 que le pertenecía. Entré al dormitorio, Bruno roncaba levemente, puse la almohada de ella sobre su rostro y apreté el cañón del revolver contra la blanda superficie. El ruido sonó ahogado como el escape de un auto. Me sacudí las hebras que la explosión desparramó en el cuarto. Entré al baño. Ella me miró sorprendida e iba decir algo, pero yo le dije que no, que no hablara. Entonces vio el arma y se puso triste, pero igual no dijo nada cuando se la apoyé en la sien. Ahora sí, un estrépito retumbó intenso en el pequeño cuarto. Me fui de la misma manera que había llegado, aunque en ese momento me fui envuelto en sombras y llovizna y con la convicción de que yo voy a vivir guardando para mí, cada uno de los momentos que compartimos juntos, pero Bruno, no hubiera podido vivir sin Ella…

Texto agregado el 10-11-2015, y leído por 142 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
12-01-2016 SI PUDIERAS CONDENSAR UN POQUITO EL TEXTO GANARÍA EN IMPACTO, EN BELLEZA Y EN CALIDAD. Pero eso no es un defecto, es cuestión de gustos. Te felicito. -ZEPOL
16-11-2015 muy considerado el protagonista, no queriendo ver sufrir a su hermano...sorprendente final, me enganchó y me dejó una sensación de...impotencia, desesperación y absoluta sorpresa!!! adelsur
10-11-2015 Muy buena narración, también me impactó el final Kalidevi
10-11-2015 Doy 5* a este relato, aunque tengo la impresión que el autor no pone mucha atención a estas, pero palabras no tengo para comentar estos hechos relatados. Pensé hacerlo al principio de la lectura y hasta su primera mitad e incluso en sus tres cuartas partes aún había oportunidad, pero este final, me ha dejado muda. jdp
 
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