Miedo a nada
Veo sombras. Sombras que portan mochilas, que apagan las luces y cierran las puertas. Trasiegan de aquí para allá, a pie, en vehículo. Sombras que vienen y van, confusas unas, decididas otras.
Sombras con frío emergiendo de la oscuridad de la noche, sombras que rastrean con melancolía, asomadas a la ventanas, ancladas a la ambiguedad de las esquinas.
Veo sus formas, escucho sus voces. Incluso puedo rozarlas si me acerco un poco en lugar de tratar de esquivarlas. Si quisiera, podría entablar conversación con ellas y saber sus nombres. Pero no veo sus acúmulos de tristeza, ni sus recuerdos. No veo sus temores, ni sus dudas. No alcanzo a imaginar sus sueños, sus rencores, sus fracasos y victorias. Sé que lo llevan consigo, pero no atisbo una molécula de cuanto anida en sus almas y fermenta en sus corazones.
Sombras cual yo, que camino escrutando por el rabillo del ojo sus presencias para evitar que se acerquen demasiado, no sea que mi pensamiento descontrolado se haga escuchar y deje de ser privado. Y sí, sé dónde está mi tristeza, mis recuerdos, mis temores. Pero ellos no lo saben. Justa reciprocidad ante el hecho de que yo tampoco pueda saberlo.
Falta un kilómetro, no sé cuántas baldosas, pasos peatonales y contenedores de basura. Y continúo teniendo miedo. El miedo a nada. El miedo con olor, invisible y cruel que me encoge como un gusano, que zumba en mis oidos y pone a tiritar mi corazón.
Tengo miedo.
Pensé que dándole forma, terminaría disipándose en la lógica de la razón, pero no es así. Me aventuro a jurar que el miedo ha crecido. El miedo a nada. Valiente incongruencia. Tan fuerte, tan devastador.
Me llevo mi miedo a casa y lo acuesto a mi lado, frente a la ventana. Mañana él será más fuerte y a mi no me quedará otra opción que la de someterme a su matemática locura aún por diagnosticar.
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