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No puedo creer el frío que siento. Dejó de nevar, pero hace veinte minutos que estoy parado sobre la escarcha de hielo y el tipo este no viene, y eso que le dije, en castellano, creo:

- ¡Vení puntual George, mirá que hace un frío impresionante!

- No Problema, Ricardou, me contestó, en su ridículo español.

¿Habrá entendido que era en la séptima y cincuenta y uno?, ¿porqué carajo no se lo dije en inglés?, me pregunto mientras me quito nieve de la capucha. La bufanda rodea mi mandíbula, pero no surte el efecto deseado, siento como si un pedazo de hielo se apoyara en mi piel.

Empieza a nevar otra vez, estoy temblando, tengo que hacer algo. Voy a llamarlo una vez más y basta, hasta acá llegué. El viento hace que se metan copos de nieve en mi boca. Usar el celular es un suplicio, sacarse los guantes e intentar tocar la pantalla se convierte en un acto de valentía inusitado. No hay manera, no me contesta.

La gente pasa apresurada, con la cabeza gacha, como buscando rarezas en el piso. Ahora comienza a oscurecer y las alcantarillas despiden columnas humeantes de vapor. Es en ese momento cuando, inevitablemente, aparece en mi mente la imagen De Niro manejando el taxi amarillo chapoteando los charcos de Manhattan.

El frío sube por mi espalda, miro hacia todos lados y descubro un bar a la vuelta de la esquina. Corro entusiasmado y apenas abro la puerta me acaricia un calor intenso que penetra en todo mi cuerpo. El humo prohibido se mezcla con el murmullo intenso de la gente apretujada junto a la barra. Al fondo un pianista se regodea tocando una exquisita pieza de jazz. Descubro un taburete vacío y me apresuro a ocuparlo, todavía tengo mucho frío en mi cara, pero el alivio es inmenso.

El pianista ahora está tocando una pieza de Gershwin, indudablemente es muy talentoso, cierro los ojos por un instante y me dejo llevar por la melodía.

- Good Evening, Sir, me sorprende una voz detrás de la barra.

El barman limpiaba unas copas y me miraba con su mejor sonrisa.

- Hi, ¿how are you? , dije torpemente.

- ¿What can I do for you?, me dijo sin dejar de sonreír.

- ¿What?, say again please, le contesté sin entender que me había dicho.

- Argentino, ¿verdad?

Giré hacia mi derecha, buscando esa voz y vi unos ojos verdes envueltos en una sonrisa de ensueño. Supe en ese instante que estaba en problemas, pestañé dos o tres veces y afiné la mirada. Ella estaba sentada con las piernas cruzadas, su pelo azabache caía delicadamente sobre el hombro derecho y su corto vestido permitía imaginar un cuerpo escultural.

No sabía bien que decir, el calor subía por mis mejillas.

- Ahhh, perdóname, no te quise ofender, agregó delicadamente, mientras tomaba un sorbo de cerveza.

- No, no es eso, es que me sorprendiste, me apresuré a contestar, tratando de recomponerme.

- Es que tu acento es tan evidente que no pude evitar hacer el comentario.

- Es verdad, ¡mi acento es horrible!

Se rió de buena gana, la blancura de sus dientes y los hoyuelos de sus mejillas me hicieron tragar saliva.

- No es para tanto, dijo de inmediato y agregó:

- A propósito, pedíle algo al barman que ya se está por enojar.

Me había olvidado por completo, en cuanto empezamos a hablar me desconecté del exterior, era una vía de comunicación directa, no había nada más alrededor.

- Sorry, a beer please, thank you, le dije al barman con el mejor acento posible.

Parecía que el hombre ya sabía que iba a pedir, bajó sus brazos y en un instante ya estaba la botella abierta delante de mí.

- ¿Y que hacés en la calle con este frío?, le pregunté.

- ¿Y vos?

- Nada, quedé en encontrarme con un amigo en esta esquina, pero creo que no entendió, pero no importa, agregué inmediatamente, al tiempo que tomaba del pico para disimular el atropello de mis palabras.

- Insisto, ¿cómo saliste a la calle con éste frío?

- Trabajo en el octavo piso de este edificio, soy abogada, recién salgo y vengo a despejarme un poco.

- Algo me dice que no sos argentina, pero tu acento es re-porteño.

Me miró profundamente, sentí el peso de mis nervios, sonrió y me dijo:

- Soy colombiana, me llamo Lizeth, para me crié en Buenos Aires, ¿y vos?

- ¿y yo qué?, ¿qué?, pregunté sin poder ordenar las palabras.

Soltó una carcajada, ¡sos un divino!, dijo casi gritando, mientras apoyaba su mano en mi rodilla, me clavó sus ojos y susurró:

- ¡Cómo te llamás, tonto!

- Ricardo, dije bruscamente, Lizeth, ¿no?, me llamo Ricardo y soy de Buenos Aires, vine un par de semanas a visitar a unos amigos.

Entonces giró, tomo el vaso de cerveza con la mano que bendijo mi rodilla y bebió un largo trago. Aproveché el momento para recorrer las curvas de su vestido. Traté de disimular, tomé un poco más de mi botella, pero inevitablemente volví a mirarla.

Los aplausos parecieron despabilarme, giré para ver al pianista que agradecía con la cabeza. Sin saber bien porqué, también aplaudí.

Lizeth dejó su vaso y se recogió el pelo que estaba sobre su hombro. Inmediatamente me llamó la atención un pequeño tatuaje sobre su cuello. Lo miré por unos instantes y decidí que era demasiado grosero preguntarle por él.

- Que interesante tu tatuaje, dije en voz baja, sin poder creer lo que estaba haciendo.

- ¿El de acá?, preguntó indiferente.

- El de tu cuello.

- Sí, sí, el de mi cuello.

- Me llama la atención, parece oriental.

- Es oriental, de hecho, es del templo Sensoji.

- ¿Te lo hiciste allá?

- Sí, en Tokio.

- Obvio.

- ¿Obvio?, ¿acaso leés chino?, preguntó divertida.

- Hablo y leo japonés, dije con cuidado.

- Pero es chino.

- No, es japonés, lo siento, dije y empecé a sentirme raro, no quería arruinar lo que estaba pasando.

- Estás equivocado, me saqué una foto con un contingente de chinos en un tour y después fuimos todos a tatuarnos para recordar ese increíble momento.

- En Tokio.

- Sí, pero ellos dijeron que el tatuaje era chino.

- ¿Querés apostar?

Apoyó la cerveza en el mostrador, miró un instante al pianista y luego, cruzando las piernas de forma inversa, giró el taburete hacia mí. Pasaron unos segundos, la adrenalina comenzó a endurecer mi piel y mi corazón no daba abasto. Me miró directamente a la boca y dijo:

- Ahora que lo pienso bien, quizás éste no es el tatuaje chino, debe ser el otro.

El viento golpeaba las ventanas del bar, ya no se veía gente pasando, miré hacia arriba y un retrato del gran Frankie me sonreía. Quizás fue casualidad, pero en ese instante el pianista comenzó a tocar New York… New York…

Texto agregado el 07-11-2015, y leído por 66 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
07-11-2015 Excelente, quiero segunda parte. :D PiaYacuna
07-11-2015 muy bueno***** tarquino
07-11-2015 Un buen relato,pero me he quedado con la sensación de no haber llegado al clímax. elisatab
07-11-2015 Excelente forma de narrar. Un Abrazo gafer
 
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