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—¡Perdóname, muchacho!, fueron las última palabras del señor antes de morir.

Escuché una solicitud sentida, cargada de arrepentimiento y dolor. Sus ojos rasgados estaban encharcados como nunca antes los había visto, pero… ¡Estaba muerto!

Estuve en shock durante unos instantes, era increíble pero cierto. Tuve que asistir en su lecho de muerte a la persona que en vida me odió desde antes de nacer.

—Madre, madre, acaba de morir el señor.

Un grito desgarrador hizo eco en el apartamento de un céntrico barrio de Londres, era el llanto de mi bisabuela desconsolada por la muerte del hombre que amó intensamente durante más de medio siglo.

Me dirigí a mi cuarto para descansar un poco —mi cuerpo me lo pedía a gritos— pero no pude conciliar el sueño porque llegó nuevamente a mi mente el recuerdo del maltrato físico y psicológico del que fui víctima cuando tenía cinco años.

—¡Chissst! ¡Chsss! , muchacho, ¡fuera de aquí!, no estorbe. —Gritó mi bisabuelo.

Como siempre salí corriendo hacia el “rincón del olvido” que era mi refugio, pero en ese momento el señor me echó zancadilla y quedé inmóvil en el suelo. Empecé a gritar suplicando ayuda pero al señor no le importó y se marchó. Mi mami (siempre llamé mami a mi abuela materna) que estaba acostada en el sofá de la sala, de un brinco llegó al pasillo y me recogió del piso. Inmediatamente me llevó al hospital. La caída fue de tal magnitud que sufrí una fractura conminuta en la pierna izquierda.

Por mi edad la recuperación fue más rápida de lo habitual, pero reiteradamente me tropezaba terminando en el suelo. Después de varios exámenes me diagnosticaron el síndrome de Ehlers Danlos. Aunque el síndrome no era una consecuencia de aquella caída, en un acto de amor y desprendimiento, mami decidió que lo mejor para todos era irnos de la casa de mis bisabuelos y a los ocho días ya teníamos nuestro propio hogar.

Al principio no fue nada fácil. Años más tarde mami me contó de los apuros económicos que tuvimos que vivir donde el arroz con huevo se convirtió en el plato fuerte de la mesa y las panas que nos regalaba don Tomás —el vecino que pretendía a mi mami— fueron el refrigerio de muchas tardes. De esas épocas lo único que no quiero volver a ni a oler es la changua. Todas estas dificultades motivaron a mi mamá a estudiar enfermería y a mami a perseverar como escritora hasta que publicó su primer libro logrando reconocimiento y éxito .

Gracias al esfuerzo y a los valores inculcados por mis dos amores me gradué como normalista y tal vez por esa combinación artística-intelectual que tenía logré obtener el primer lugar en las pruebas Saber 11 en el departamento del Valle, haciéndome acreedor a una beca “Ser Pilo Paga”. Fue así como terminé mis estudios de medicina en la Universidad del Valle. Nunca me consideré un nerd, sólo fui un joven amante de su carrera que quiso demostrar el valor del ser humano como persona y superar el odio que le tenía su bisabuelo por ser hijo de un padre pobre económicamente hablando, pero rico en talentos que en su juventud no supo canalizarlos adecuadamente y el mundo lo enredó en las drogas, pero que con los años llegó a ser propietario de la cadena de comidas rápidas “donde Juanma” una de las más importantes de Antioquia.

Una vez me hice médico cirujano, empecé a trabajar en un reconocido hospital en la ciudad de Cali y allí tuve la oportunidad de conocer al doctor Dositeo Koslov el mejor neurólogo que había llegado al país. Nos hicimos grandes amigos y decidió apadrinarme para que pudiera realizar la especialización en neurología. Fue así como me convertí en neurólogo a los treinta y tres años.

El éxito que tuvo mi mami como escritora nos llevó a radicarnos en Londres, la vida se iluminaba para los tres. Cada uno estaba ejerciendo su profesión con tal compromiso de servicio que la fama y el dinero alcanzado no lograron transformar nuestra esencia.

Durante la semana trabajaba en una clínica de reconocido prestigio y los fines de semana prestaba mis servicios como voluntario en un hospital donde se atendían a habitantes de calle principalmente.

Eran las 3:00 p.m. de ese sábado 30 de diciembre cuando escuché:

—Doctor Ivan Velez, es solicitado en urgencias.

Por mi especialidad no era usual este llamado, me dirigí rápidamente a la sala de urgencias con el presentimiento de que algo había ocurrido en mi familia.

Cuando llegué a la sala de urgencias, lo primero que observé fue el cuerpo de "el señor” casi sin vida en la cama número 6 y mi bisabuela al lado llorando. Verlos me impresionó muchísimo, porque no sabía que mi madre se los había llevado para Londres desde hacía poco más de un año debido a los problemas de salud del señor. Tenía esclerosis múltiple (MS primaria-progresiva) y había empeorado considerablemente.

Sin pensarlo dos veces, asumí la atención médica de “el señor” hasta lograr estabilizarlo, era lo único que podía hacerse por las áreas del cuerpo en las que la vaina de mielina estaba dañada.

Al día siguiente le dieron de alta en el hospital y decidí que lo llevaran a nuestra casa para atenderlo mejor y que sus últimos días fueran de paz, esa paz interior que estaba necesitando.

Lo único que sentía por el señor era compasión, aunque muchas veces fui indiferente ante sus problemas, ahora era distinto. ¿Dónde habían quedado aquella palabra tan suya?: “sí que le tengo miedo a la vejez”, que pronunciaba cuando tenía ochenta años y la vida le sonreía. Verlo en tal estado me conmovió profundamente.

Habían transcurrido dos semanas intensas de trasnocho, de tratamientos para mejorar su condición y calmar esos dolores físicos que cada vez eran peores, cuando me susurró: tienes un corazón de oro, ¡Perdóname muchacho!...

Texto agregado el 06-11-2015, y leído por 124 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
07-11-2015 Al final la redención, muy bello relato. elisatab
07-11-2015 Una bella historia, donde la humanidad, la bondad, el perdón y en definitiva el amor, triunfan. jdp
 
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