Lo único que queremos algunas es mostrar nuestra herida todavía abierta, o ya cicatrizada, y saber que no volverán a abrirla. Estar seguras de que la persona a quien enseñamos -no sin miedo- nuestro corazón maltrecho y desnudo, vulnerable como nosotras, lo tratará con mimo y no pasando por encima, como si fuera una alfombra.
Porque todas sabemos que existen esas personas. Quienes se jactan de sumar corazones en su baraja, como quien juega a hacer una escalera de color. Pero también sabemos que existen las otras, las que nos dan más valor y podemos terminar ganando la partida.
Una sueña, espera, anhela con tantas ansias... pero a veces se enfada con sus propios sueños, ya ves, porque no son suficiente. Porque a veces, ni tan siquiera en ellos me atrevo a cruzar este mar de asfalto que nos separa y tomar ese beso que tus labios guardan con mi nombre. Y una sigue esperando. Pero luego vienen los miedos tocando la puerta, con ese disfraz de pasado, de vieja conocida... con las garras escondidas a la espalda, y a ver quién es la valiente que se atreve a cerrarle en las narices de un portazo. Yo aun no, pero estoy en ello.
Con esos miedos rondando tu casa ya no das puntada a derechas y se deshace la costura que tan feliz veías hecha. De pronto la lluvia se vuelve fría y desierta, turbia tormenta que deshace la calma, cuando hace apenas un instante era agua tibia y dulce que calmaba el desconsuelo de unos pasos sin dirección ni compañía.
Como Alicia en su cuento me vuelvo pequeña, torpe y frágil por un rato. Luego, encuentro el antídoto y (me) crezco lo justo para volver a ser del mismo tamaño y, aunque sea de puntillas, hacerle burla a mis monstruos y besarle la sonrisa tímida que despeja mi cielo de nubes, dejando una llovizna suave que limpia mi cara de lágrimas que, tarde o temprano, se transforman en estrellas fugaces antes de caer al suelo y explotar en fuegos artificiales.
Hubiera apostado todo al rojo de sus labios sabiendo que, de perder, habría ganado el tiempo jugado (a su lado). Pero estoy sin blanca, chica, y no me queda un lugar en el alma donde no haya hecho un remiendo.
Ya no me lanzo al vacío por cualquiera, a menos que me espere al fondo del precipicio. Apenas me restan un puñado de roídas plumas en estas alas con las que ya no puedo volar, y cualquier mapa me recuerda su rostro.
Todos las ciudades sin mi nunca son un buen destino. |