DON ALBERTO, EL MÉDICO NATURISTA DE SOCOTÁ
Por la década de los 70 en la vereda de Motavita, a orillas de la carretera que va hacia Jericó, vivía don Alberto Trujillo, un hombre campesino, de estatura alta, bien robusto, con voz gruesa y muy elegante. Él era el papá de Ignacio, más conocido por tener un camión mixto apodado “El consentido”, y que los domingos transportaba gente hacía el Puente de Mausa, después de las dos de la tarde, cuando la gente de las veredas de Chusvitá, Guaquirá, Peñablanca, El Verde, Los Mortiños, La Manga etc., ya había vendido sus productos agrícolas y ganaderos y se habían tomado sus costeñas y sus bavarías de rigor. Por esta época los pasajeros iban de pie, en la parte de atrás del camión, en la carrocería y en la plazuela de los huevos, conocida hoy, como plazuela de la libertad, el ayudante gritaba: “al puente, al puente, al puente, súbanse que ya nos vamos”.
En esa época, no había carreteras por todas las veredas, ni busetas, que llevaban a los campesinos por todo lado, con rutas establecidas, como ahora.
La gente de las otras veredas, tenía que devolverse a sus casa a pie y algunos a caballo, con sus compras terciadas a la espalda o su pollero colgado en la cabeza de la silla de la bestia, con su mercado de tienda que había comprado con el poco dinero que le quedaba después de haberse tomado unas cuantas agrías.
Estas gentes, se demoraban más que los que iban a camión, a estos campesinos les daba las cinco o seis de la tarde en el pueblo, en las tiendas.
Por los diferentes caminos se veía caravanas de familias que iban hacia las diferentes veredas, encabezadas por un burro o un caballo, el papá y a veces la mamá, que no se podían tener de la borrachera y un hijo pequeño colgado de la cola del animal.
A donde don Alberto, llegaban muchos de estos mercaderes enguayabados, por las polas que se habían tomado el día anterior y él con su fórmula mágica, los recuperaba y los ponía de regreso a sus fincas.
Él era un tegua muy conocido y acertado en sus curas para los males. Su casa en Motavita, era una edificación de dos pisos, con grandes ventanales, con teja de barro, sin luz eléctrica, pintado su sócalo de azul clarito y el resto con carburo de color blanco. A su alrededor tenía sembrado yerbas que utilizaba para mitigar los males, como yerbabuena, altamisa, paico, limonaria etc., al igual que cultivos de caña de azúcar y otros de pan coger. Tenía potreros donde pastaba sus animales y detrás de la casa, un tanque grande en cemento, muy grande, a donde los del pueblo programaban sus paseos, diciendo que iban para la piscina de don Alberto.
La fama de curandero era tanta, que venía gente de todas las veredas y pueblos circunvecinos, al igual que de Duitama, Tunja, Sogamoso, Bogotá, Bucaramanga, Cúcuta, Málaga, etc. Allí llegaba la gente con enfermedades y que había tenido tratamientos médicos larguísimos y costosos y sin ningún resultado positivo, inclusive llegaban los desahuciados por la medicina tradicional y oficial.
Los sábados y domingos había que madrugar, si quería tener un turno para que don Alberto lo atendiera, porque llegaban buses de diferentes regiones de Colombia, era mucha la gente que acudía.
Me acuerdo que de Duitama, venía mi tío Modesto, él llegaba la noche anterior, y se quedaba en mi casa y al otro día a las cuatro de la mañana, me levantaba para que lo acompañara, desayunábamos y cogíamos carretera, a pie, rumbo a Motavita, la caminada era de unos cuarenta minutos y ya había gente esperando su atención.
Mi hermano Javier, también fue su paciente, él le curo una hernia en el ombligo. Yo también asistí, porque de chiquito tenía lombrices y se ponía uno pálido como un papel, ojeroso y sin apetito.
Su consultorio era un cuarto pequeño, oscuro porque en ese tiempo no había energía eléctrica, todo era con espelma, por eso era muy oscuro. Hacía entrar al paciente y tocándole la parte afectada con una fuerza extraordinaria, le hablaba al enfermo con un vozarrón que infundía respeto. No demoraba más de cinco minutos y salía a la puerta y le decía a su secretaria, que era una hija y ella con su máquina de escribir manual, marca brother, en unos papelitos de color blanco, escribía el nombre del paciente y la fecha, y él le dictaba, y a la vez le iba indicando al enfermo como se debía tomar las aguas formuladas y de qué forma se debía aplicar los ungüentos y que volviera en quince días o un mes, de tal manera que ya se hubiera hecho los tratamientos indicados.
Si el paciente era un descuajado, le sobaba el estómago con una pomada y le mandaba que volviera en tres días. Si la consulta era por alguna fractura, lo sobaba con ungüentos, le ponía una venda, hacia unos rezos y listo.
A la salida de la casa, donde esperaban todos los pacientes, estaba doña Anita, hermana de don Alberto, con un puesto de venta, venía de la vereda de Pueblo Nuevo, cerca de la escuela, en el sector de la Chivatera. Ella todos los viernes, amasaba en un horno de barro con combustión de leña, hacia pan, mojicones con bocadillo, mantecada y otros productos similares y sus hijos a las tres de la mañana, llevaban los canastados de amasijo a la espalda, hasta la casa de don Alberto, allí todos los visitantes, se deleitaban con el pan, los roscones y la gaseosa.
Don Alberto era tan generoso, que no cobraba por la consulta, él cuando le preguntaban qué cuanto le debían, el respondía: ” lo que su corazón le diga”. Como los pacientes ya sabían que él no les cobraba, entonces en la siguiente consulta le llevaban mercados de tienda, de frutas y aquellos que habían sido desahuciados y que habían gastado mucho dinero, en agradecimiento le daban unos o dos millones de pesos en recompensa.
Tal fue la fama, que se lo llevaron para la ciudad de Cúcuta, allí se fue a vivir y a prestar sus servicios en el oriente colombiano, y en el pueblo, nadie hizo nada para que no se fuera.
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