El cuerpo le pedía volver a la cama a Rosario, pero el reloj le indicaba que eran las tres de un nuevo día. Contempló a sus hijos y los besó. Recordó a su Leoncio, acribillado en el colectivo cuando iba rumbo al trabajo. Lloró. Sentía que las fuerzas le fallaban para seguir luchando por lo que más amaba. Ya más de una vez se le cruzó por la mente terminar con todo.
Escribió una nota y la dejó en la mesa: “Los amo. Recuerden, así como soy responsable de traer el pan con mi trabajo, su obligación es ir a la escuela y prepararse para el futuro. Y no se olviden de darle gracias al creador”.
Salió, y la silenciosa madrugada oyó su plegaria:
—Dios, dame sabiduría para seguir siendo una buena madre, bendice mi venta de diarios el día de hoy y ayúdame a perdonar aquellos que quieran hacerme daño, amén.
En el bajo suburbio, dentro de una covacha desvencijada con láminas por pared, botellas de licor y restos de cigarrillos, Gabriel se revuelca como animal herido. Desvelado y cansado, no puede olvidar a la pareja de ancianos que atracó y envió a la otra vida: entre el botín había encontrado una Biblia. Ha pasado noches y días enteros leyendo la palabra de Dios. Ahora, él ya no sabe a qué mundo pertenece. Está confundido, y se convulsiona pronunciando la palabra “culpable”. De hinojos, empieza a llorar. Gimiendo, pronuncia la oración que aprendió de pequeño:
—Niñito Jesús, gracias te doy por lo que tengo y por lo que soy, en mi casita mi humilde hogar, lindo santuario de amor y paz, amén.
Atormentado, sale a la calle y aborda el microbús. Baja en una esquina. Y recuerda ese lugar, es el puesto de venta de Rosario, que hacía meses atrás él había robado a punta de pistola.
Observa los movimientos de los transeúntes. De súbito se inicia una balacera. A grandes zancadas, Gabriel se interpone entre los maleantes y la vendedora de periódicos. El cuerpo cae. Los ladrones huyen disparando entre la atemorizada gente.
Grita Rosario:
—¡Una ambulancia! ¡Llamen una ambulancia, por el amor de Dios, que este hombre se muere!
—¡Escúchame por favor! Quiero que me perdones por lo que te robé —suplica Gabriel.
—Calla, no hables. La ayuda está en camino.
—¡No! ¡No! ¡No! Ya no hay tiempo. Yo... yo asesiné a tu marido.
—¿Qué?, ¿qué… dijiste?
—Sí, él estaba con vos el día que te asalté y me reconoció en el autobús.
Ella lo mira desconcertada, y oye nuevamente a Gabriel suplicar:
—Perdóname, por favor. Mirad por vosotros mismos: si tu hermano peca, repréndele; y si se arrepiente, perdónale. Si siete veces al día peca contra ti, y siete veces al día vuelve a ti diciendo: “Me arrepiento”, perdónale.
Ella continua boquiabierta, turbada, perpleja ante la confesión, los sentimientos confundidos hacia el hombre que agoniza: un asesino que le salvó la vida. Su mirada encuentra la cara desdibujada de Leoncio, y vive de nuevo el dolor de su muerte. Los ojos aguanosos buscan el cielo preguntando por qué, y es cuando grita:
—¡Maldito hijueputa, ojalá te pudras en el infierno!
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