Soy el menor de cuatro hermanos, y cuenta mamá que mi vida es obra del Señor de los Milagros. Resulta que nací ochomesino y estuve los primeros veinte días de mi vida en una incubadora, además de otras complicaciones. Quizás fue por eso que todos sus cuidados se centraron en mí, y hasta me apodaban “el pollo gigante”. Vivíamos en un barrio humilde llamado Morro Plancho, con escasez de dinero… pero con abundancia de amor y mucha unidad familiar.
Mientras mamá trabajaba nuestra hermana Pato tenía que cuidarnos; ella era un poco torpe. Su peor susto lo tuvo el día de la borrasca del 3 de mayo, porque yo había metido la cabecita entre los barrotes de la ventana que daba a la calle y ella no era capaz de sacármela de allí, entonces desesperada empezó a gritar —¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Socorro! ¡Por favor!, ayúdenme a sacarle la cabeza a Carlitos y cuando pensó que nadie llegaría, apareció Anita. Sin embargo, su angustia aumentó porque ella era invidente. ¿Que cómo lo hizo? Nunca lo supo, pero logró sacarme la cabecita de entre los barrotes.
Pato era tan torpe y despistada, que otro día la mandaron en la bicicleta a comprar carne y cuando regresó a la casa, —vaya sorpresa— la bolsa estaba vacía. Ni siquiera se dio cuenta en qué momento se le cayó la carne.
En esa época no teníamos televisor y Juanito “mi hermano mayor” hizo uno con una caja inmensa de cartón, los botones eran tapas de gaseosas, las imágenes eran figuritas que íbamos pasando manualmente… Así aprendimos muchas cosas antes de llegar a la escuela.
Cuando llovía torrencialmente, la calle se convertía en nuestra piscina porque cogíamos los neumáticos y nos lanzábamos de bajada, era muy rico chapotear en el agua. Fue una experiencia indescriptible.
Nos gustaba jugar a la escuelita. Una vez Juanito le dijo a Miguel:
—¡Hagamos un experimento!
—Vale, vale… ¬—dijo Miguel.
—Entonces inflemos una gallina a ver qué pasa —propuso Juanito.
Mientras Juanito sostenía la gallina, Miguel le metió la bomba de inflar llantas en la cloaca y empezó a inflarla, sólo unos minutos después todos empezamos a gritar…, entonces, llegó mamá y dijo —¡Oh, no!... ¡Dios mío!... La mataron… ¡la mataron! Si ella no hubiese llegado en ese momento, se nos muere la pobre gallina. Este sería el último de los experimentos que realizamos juntos.
¿Disfraces de superhéroes?... no… qué tal, escasamente podíamos disfrazarnos de indios y eso porque la escoba de iraca desbaratada servía como vestido, nos pintábamos la cara con carbón y los collares eran de la vecina.
Desde niño me gustó negociar, vendía churros, empanadas; eso sí, ¡vendía hasta un mojado! Recuerdo que un vecino me regaló una cantidad de mango biche, entonces me pregunté: “¿Qué hago con tanto mango?, ¿dónde puedo venderlos?”.
Al día siguiente falleció una amiga de mamá y ¡sí señor!, se me ocurrió venderlos en el velorio y así fue que los vendí todos.
Miguel y Juanito salían a recoger algodón en las veredas cercanas. A Miguel le iba muy bien, sacaba un buen jornal, pero Juanito… Jum… se acostaba debajo de un palo de mango a dormir y a comerse el almuerzo. ¡Claro!, estaba en el lugar equivocado porque era el intelectual de la familia
Fabricábamos nuestros propios juguetes y disfrutábamos los juegos callejeros como el ponchado, yeimi, bolitas, pico de botella y con el paso de los años escondite americano…allí besé a la primera chica en mi vida. Después llegaron las típicas comitivas, donde el arroz nos quedaba mazacotudo, los maduros se quemaban y la carne se chamuscaba…pero aun así sabía ¡riquísimo! porque todos compartíamos con amor, creando verdaderos lazos de amistad.
Hoy tengo setenta y nueve años y cuando afloran los recuerdos como si fuera la primavera, puedo decir:
¡¡¡NUESTRA NIÑEZ FUE GENIAL!!!
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