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En verano, cuando tenía poco trabajo, mi tía me arrendaba su restaurante en la localidad de Pupuya, ahí donde nuestros antepasados soñaron y amaron. Como yo era conocido en la localidad, me sentía como en casa. Hacia fiestas comerciales solo con gente conocida y amigos. Solo buena onda. Lo pasábamos fenomenal.
Yo no podía hacer eventos bailables, porque los permisos municipales así lo estipulaban. No obstante, igual los hacia, tenía que ingeniármelas de algún modo para poder sacar algo de dinero. Hacíamos hoyos de tanto girar bailando, gaste como tres pares de zapatos.
Es así que en un mes la policía me había cursado cinco infracciones por hacer bailes ahí y por un montón de resquicios que solo ellos entendían: que el local estaba hediondo, que no se podía orinar en el lavaplatos, cosas así.
Necesitaba dinero. Inventaba cumpleaños, celebraciones paganas, para que la gente acudiera a gastar su plata ahí. Las fiestas debían estar a la altura de la reputación del local, ya que era uno de los más antiguos de la zona. Los dueños del otro restaurante de la comarca, donde si se podía realizar bailables, no se enfadaban con la competencia e iban a menudo a divertirse y embriagarse, puesto que el mío era más barato que el de ellos.
Lo que me molestaba de sobremanera era que los eventos del local con permiso terminaban temprano, posteriormente los comensales iban a mi bar, todos borrachos. Solo a dar jugo, vomitaban los baños, amedrentaban a la clientela limosneando. No gastaban ni un veinte.
Cierto día, pensando en eso, se me ocurrió ir a cerrar las puertas como a las tres de la madrugada para seguir bailando con mis amigos. En especial con Sebaylongo, cuyos movimientos pelvianos no dejaban indiferente a nadie. La fiesta estaba muy concurrida: tíos, amigos, parientes lejanos. Lo estábamos pasando muy bien. Sebaylongo no paraba de hacer el paso para atrás.
Frente al restaurante para un camión repleto de gente: Tambores, garrafas de vino, muchachas de torsos desnudos; Un carnaval. La mayoría ebrios. Me sorprendieron cerrando la reja que da a la calle.
Se baja un fulano del camión, se acerca y me dice: - Abre al tiro que querimoh entrar!!! A lo que respondí: -Estoy cerrando, ya es tarde. La gente que queda está terminando lo suyo y se va. Insistió, cada vez mas violento. Le dije lo mismo. Querían tocar batucada. Volví a repetir lo mismo y les indique una medialuna abandonada que había en el cerro por si querían tocar tambores: -Vallan para allá, ahí pueden hacer lo que quieran. Del otro lado de la reja sale un tipo y me escupe un gargajo en plena cara. Yo, con cierto grado de intemperancia, me mantuve sereno. Me limpie y posteriormente le dije: -Espera, voy a buscar las llaves para abrir. Entro al restaurante. Me saque los lentes. El odio crecía a cada segundo. Volví con las llaves sin decir palabra alguna. Abrí serenamente el candado, los invite a entrar. El tipo avanzo. Cuando lo tuve al alcance de la mano le di un combo con toda mi fuerza, sus dientes quedaron marcados en mis nudillos. Lo envié metros mas allá, acabando en el suelo. Me abalance sobre la turba de hippies malolientes y empecé a dar de puñetazos a todo lo que se moviera. Sentí gritos de mujeres, los apague con los golpes a mano cerrada que daba a diestra y siniestra. No miraba a nadie. Atrás mío, aparecen dos de mis amigotes defendiendo la retaguardia, pero yo seguía peleando solo. Se abrió la puerta del restaurante de para en par. La gente que estaba adentro se sorprendió al ver la trifulca y se motivo. Hasta una silla voló por encima de mi cabeza.
En un arranque de racionalidad me puse a gritar que se tranquilizaran. Les expliqué mis reparos; que venían ebrios y con botellas de alcohol compradas en otro lugar, solo a armar barrullo. Yo no ganaba nada. Por que no se iban al cerro, ahí no molestaban a nadie.
Como siempre, Algunos de ellos vociferaban que solo querían golpearme, pero, perro que ladra no muerde. De hecho me ofrecí para una pelea formal contra quien me había escupido. Pero nadie se pronuncio, pues el que me tiro el escupitajo después del puñetazo que le di callo a tierra, para luego ser pisoteado por un amigo mío que pesaba 150 kg. y calzaba 200. Lo tuvieron que recoger con espátula.
El altercado fue Calmándose. Se dieron por vencidos y se fueron.
Mas tarde empezamos a reflexionar sobre lo vivido. Mis amigos me llamaban la atención por haber salido solo. Nos dimos cuenta que no teníamos rasguño alguno, ni la cara caliente. Como suele suceder después de haber recibido algún golpe ahí. Recordábamos con gran alegría los golpes de puño, pisotones, mamones. De cómo salimos intactos. Una pelea de las que nunca se ven. Ahí la vida se mostro favorable, jamás recibí un puñetazo, y gane.

Texto agregado el 02-11-2015, y leído por 92 visitantes. (2 votos)


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