Pura Música
Un encuentro casi místico ocurrió esta mañana de sábado, cuando me dirigía a cumplir con mis obligaciones laborales; un día de por si menos concurrido, que invitaba a la observación, relajado de los apretujones de la semana.
Fue un momento de unión del alma con la divinidad, que, aunque parezca blasfemo, tuvo como eje el hechizo de Elvis Presley.
Era una mañana fresca de primavera cuando comencé mi periplo que incluía la caminata hacia la estación del ferrocarril, las cuatro estaciones que me conducían a la terminal, conectar con el metro y en solo tres estaciones brotar a la superficie para sortear las dos cuadras que me conducían hasta la oficina. Un trayecto que en días de semana demora 1:20 y que fruto de la menor afluencia de público se reducía en 20 minutos.
En el celular había actualizado mis canciones para matar el tiempo y seleccioné un álbum del cantante que hizo vibrar a generaciones enteras y que mansamente llegó hasta nuestros días, casi como las perezosas olas que mojan la arena.
No soy un fan del cantante y casi nunca lo escuchaba y la propuesta me resultó atractiva. Con los auriculares y el reproductor en play comencé a caminar.
Allí sucedió lo que nunca hubiera imaginado, Elvis es la música de la vida, del movimiento y de la acción.
Todo a mi alrededor se movía al son de su música, alejado sonoramente del ambiente era como si sus melodías daban vida a todo. Los pasos de la gente, el movimiento de los vehículos, los semáforos, todos acompañaban a la perfección su ritmo, dando motor a la vida que me pasaba por delante.
Las palomas de la esquina picaban las migas de pan con solemnes acordes, a su lado una pareja de ancianos que las alimentaban y en una octava menor las acompañaban, con el arrastrar de los pies ella y con el bastón de él.
Una coordinación perfecta al subir las escaleras de la escasa concurrencia a la estación. Puro blues, puro soul o no sé cómo llamarlo. Dios hizo el mundo escuchando a Elvis.
Cuando arrancó la formación, los sonidos conjugaban una amalgama indisoluble, y a medida que cambiaban los temas, se ajustaban con los vaivenes de la formación.
En cada estación, una cadencia distinta remataba el abrir y cerrar de puertas. Iba sentado en un vagón donde se enfrentaban los asientos ubicados en los laterales y en donde podía observar frente a frente a los otros pasajeros, más aún un día sábado, con poca afluencia de pasajeros. Vi como las pestañas de la mujer de enfrente acompañaban la música mientras los dedos sobre el teclado del móvil de muchacho con la mochila hacia lo suyo. Hasta podía sentir los acordes de aquella mujer con sus angustias a cuestas, apenas disimulada con la mirada perdida en el vacío. Lo más sorprendente es que nadie desafinaba.
Un concierto de vida obra de aquel niño que desde su Misisipi natal supo dar con su voz el tiempo en el pentagrama de la vida. Una adolescencia en Memphis y una versatilidad en su voz que pasaba airosa ya sea su canto el country, rock, baladas, góspel o bues.
Las escaleras mecánicas al ritmo y los molinetes del subte daban con el tono. Una pareja de jóvenes tomados de la cintura y sus brazos restantes hacían de batuta para los pasajeros que marchaban por el andén. Nada improvisado, nada preparado, solo magia. Cadenciosas caderas confirmaban cada corchea, fusa o semifusa, en sutil bamboleo de belleza sin fin.
De pronto me sobrevino el pánico de solo pensar si al desconectar su música el mundo se fuera a detener.
OTREBLA
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