En muchos países el próximo 2 de noviembre es el día de los fieles difuntos, efeméride que nos “mueve el tapete”. A mí me recuerda por desgracia las veces que he perdido mi lucha contra la dama de negro.
En el último año de la residencia de pediatría traté a un simpático jovencito de apenas trece años de edad: José Luis, de cariño Güicho, dueño de un terrible diagnóstico: Cáncer de estómago (adenocarcinoma) ya incurable. Durante 45 días le pasé visita médica diariamente y observé como la enfermedad hacía mella en él y con rapidez lo deterioraba.
En una madrugada en que estaba de guardia me avisaron: “Güicho, está mal”, con rapidez acudí al lado de mi pacientito en agonía. Tuve el buen criterio de no practicarle ningún método de resurrección y lo dejé morir.
En la cabecera del enfermito, la enfermera supervisora con los ojos me preguntó si había llegado el fin, yo respondí afirmativamente inclinando la cabeza. Ella con asertividad le ordenó a la enfermera tratante: “Amortaja el cuerpecito —a mí me dijo—, doctor, por favor, dese prisa en dar el alta”. Para salir del pasmo en que me encontraba de inmediato en la central de enfermeras mis dedos volaron sobre el teclado de la máquina de escribir. En poco tiempo terminé el papeleo: el alta por fallecimiento y el certificado de defunción.
La supervisora revisó con cuidado el expediente, ya completo, y le mandó a los camilleros que transportaran el pequeño cadáver a la morgue del hospital. Yo, les di a los familiares la noticia, no recuerdo que les dije. Me imagino que lugares comunes como: “Lo siento mucho”, “Ya dejó de sufrir” o algo por el estilo, además de entregarles el certificado.
Lo que si tengo presente fue el cuadro de desolación que encontré: la madre llevada abrazada por un familiar en un mar de lágrimas, El padre, adusto, pálido, con los hombros caídos. En la mano derecha sostenía un papel, que yo le había dado, era el certificado de defunción. La mano izquierda apoyada en el barandal de la camilla donde reposaba su hijito. Me quedé solo.
Lo que les platico sucedió hace muchos, muchísimos años, ya soy un viejo jubilado. Sin embargo desde entonces hay una pregunta que me taladra el cerebro y que ahora se me presenta con frecuencia:
¿Y Dios…?
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