Las calles de mi barrio siempre están desocupadas, a excepción de los domingos y fiestas de guardar, donde nadie se guarda y todo mundo sale a mostrar sus hermosas galas domingueras y festivas. El señor de sudadera impermeable roja y tenis blancos; la señora con su sudadera rosada y zapato de material; los niños montando sus bicicletas; los señores jugando su partido dominical. En fin, mucho sol, mucho sudor, mucha cerveza, siempre así.
En las calles de mi barrio abundan historias, sueños, ilusiones. La pareja de enamorados que le manifiestan al mundo su amor caminando por esas calles; la pelea de los “guapos” del barrio; el correr diario de aquel que tiene que levantarse temprano a trabajar. Por las calles de mi barrio abunda esto y mucho más, pero sobre todo abunda la vida y la muerte, en lucha constante y reconciliación permanente, como en un juego en el que nosotros somos la pelota, que va de un lado a otro, sin saber cuándo saldremos del campo y seremos reemplazados por otra.
Yo no sé si se han puesto a pensar en ello, pero ¿cuántos caminantes habrán recorrido estas mismas calles? ¿Cuántos pasos perdidos se darían? Pero nadie nos lo diría, nadie sabría responder con exactitud. Por eso me aterra ver una calle sin gente, sin vida, sin movimiento, tan sin oficio que da lastima verla tendida, como un muerto, esperando para ser atravesada, abriendo sus brazos de par en par para recibir lo que se le quiera dar, pero nadie pasa; siempre tan desocupadas que dan miedo, bueno, a excepción de los domingos y fiestas de guardar, donde nadie se guarda, y las calles vuelven a vivir. |