Desde aquella vez que aprendí a caminar, supe que no había marcha atrás. Ya los hombres se acostumbraron a la apariencia física que lucía, habían hecho sus prejuicios comunes a todo el mundo, no era tan desagradable verme andar. Lo noté porque ya no hacían los mismos comentarios, más que la extraña y curvada forma de caminar. Después enderecé mi espalda. Supe lo que era tener una espalda, y supe lo que era usar las piernas y pies correctamente. Era extraño y vertiginoso a la vez. Descubrí que mientras más derecho estaba el cuerpo humano, mejor funcionaban todos los órganos, TODOS los órganos (lo digo así con liviandad, pero de verdad me llevó demasiado tiempo descubrir algo así.) Los pulmones tenían mayor capacidad, la sangre circulaba mejor, el cerebro era más rápido. La máquina que era este cuerpo humano, y que siempre rechacé, detesté, repudié, y odié hasta el cansancio, era maravillosa. Era perfecta. Abrí las marcas de mis brazos y piernas, y aprendí a dialogar con mis venas. A eso se unió la sangre, los tendones, los músculos, y después todos los órganos de MI (si, de mi cuerpo) estaban hablando entre sí y para conmigo. Nos comprendimos en una extraña e insólita armonía, y entramos a una era de paz. Paz, increíble. Las voces seguían ahí, los puntos de colores también, los espectros, y todo estaba igual, pero ahora entendía sus razones, entendía lo que debíamos (inclusivamente) aprender.

Y reconociéndome ser humano, la cáscara del parásito empezó a caer, hasta no existir más. Sin embargo, cuando la humanidad y el ser me abruman, uso la carcasa del parásito como refugio, y me acurruco en él…