La gente del pueblo le había apodado, y con razón, Mister Scrooge. Era un inglés sombrío y huraño que regentaba un prospero negocio de empeños. Su mal carácter era proverbial. Se diría peleado con el mundo en general, y, más concretamente, con cada uno de los vecinos que tenían la desgracia de cruzarse en su camino. Una tarde, mientras callejeaba, percibió algo inquietante en el ambiente que no supo identificar. La niebla hubiera podido ser la causante de sus sensaciones alteradas, pero la mitad de los días había niebla en aquel inhóspito lugar. El motivo también hubiera podido ser el gato negro con el que se había cruzado nada más pisar la calle, pero él nunca había creído en esas supersticiones. De repente, sintió un gran vértigo, acompañado de una fuerte sensación de rigidez en todo su cuerpo, y empezó a caer por un túnel, un túnel largo y resbaladizo, cuya naturaleza le costaba reconocer, pero que sospechaba de tipo mental, producto de su mente enfermiza. Al final de la caída tuvo una visión horrible. La angustia se apoderó de él. O, más bien, el terror. Se le aparecieron los cuatro jinetes de la Apocalipsis (ya de por sí una experiencia poco recomendable), con la particularidad de que cada uno de ellos tenía su propio rostro. El grito descomunal que pegó hizo despertar al jovenzuelo de diecisiete años, a quien la lectura simultanea y compulsiva de Dickens y de Allan Poe estaba afectando muy seriamente.