Alguien me habló todos los días de mi vida / al oído, despacio, lentamente. Me dijo: ¡Vive, vive, vive! / Era la muerte…
Jaime Sabines
En México se acostumbra recordar a los fieles difuntos el día dos de noviembre (en mi ignorancia no sé lo que sucede en otros países). Me vienen a la mente muchas divagaciones que brevemente las referiré.
En los cines se pasan películas de horror. Los niños celebran el “Jalogüín”, bueno eso es en el norte de la República, en el centro y sur se ponen los “altares de muertos”. Los adultos se divierten con las “calaveras” y los que tenemos muchos inviernos vividos andamos todos asustados por la proximidad de la dama de negro.
La vida es tan enrevesada, que nos impone tomar decisiones, elegir compañera o compañero de vida, asumir o no la paternidad, y todo eso en plena juventud, cuando aún no estamos ni lejanamente preparados para tomar decisiones tan trascendentes. Luego habremos de hipotecar muchos años en un trabajo que nos permita sustentarnos, pagar la casa, la educación de los hijos, el auto nuevo. Finalmente nos jubilamos, y con una experiencia adquirida que ya no nos sirve para nada, emprendemos resignados la recta final hacía la tumba. Lo que hemos visto y lo que hemos leído, lo que rememoramos y lo que imaginamos se confundirá en una niebla definitiva, el “iras y no volverás” de los cuentos de horror. Todo se perderá como las lágrimas en la lluvia.
Y después… no sé. Será cierto lo que dicen los religiosos y debemos tener fe y esperanza en una nueva vida llena de bienaventuranzas o bien lo que dicen los existencialistas: “vive, que la vida es breve y después no hay nada”.
La muerte para mí, en cambio, me coloca emocionalmente frente a un precipicio porque me obliga a preguntarme ¿A dónde irá lo poco que con tanto esfuerzo he aprendido, la foto de una princesa que no me “peló” y me hizo sentirme sapo…?
Me desconsuela pensar que sin dueño ni destino, empolvados y obsoletos, mis amados libros pasen la humillación de ser vendidos por kilos como cualquier vulgar periódico de ayer; pero sobre todo, me afrenta el tiempo que he perdido en quejarme.
Por último quiero recordarles que para morirse uno, lo único que hace falta es estar vivo.
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