Después de escribir al menos dos novelas magistrales sobre la conquista de América (la que completa la trilogía, “La serpiente sin ojos”, no la he leído y por tanto no puedo valorarla), cuando la expectación (tanto de la crítica como del público, incluida la del que esto escribe) por su nueva obra era máxima, William Ospina (insigne poeta y ensayista colombiano, que tan felizmente había incursionado en el campo narrativo) ha escrito una chapuza. Con el argumento, o más bien pretexto, de que la novela es un género mestizo, un género híbrido, donde todo tiene cabida, el señor Ospina ha escrito una novela (al menos, eso se dice en la contraportada del libro) con dos componentes principales: el material informativo que hubiera podido servir de base para la creación de una novela de verdad, de una novela en sentido estricto, y la descripción pormenorizada de las andanzas del narrador (incluidos sus viajes, sus muchísimos viajes) en su busca de dicho material. Curiosamente, la obra trata de las circunstancias que rodearon la gestación de la novela “Frankenstein o el moderno Prometeo”, de Mary Sheley. Digo “curiosamente” porque el libro de William Ospina no deja de ser precisamente eso, un Frankenstein literario, un ente poco armonioso resultante de la mera amalgama de piezas dispersas y, como el monstruo de Mary Shelley, a unos inspira compasión, a otros terror y a otros las dos cosas a la vez. El título del libro es “El año del verano que nunca llegó”, pero muy bien podría haber sido “El libro de la novela que nunca escribí”.
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