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ROMANCE DE ESPERA
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(Prosa Poética)

Poema Cautivo de Destino, de Visión, en un Escenario de Agua, Arena y Mica

Por Alejandra Correas Vázquez
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Profundo y enmarañado como el silencio del monte era aquel atardecer perfumando de aromas salvajes. De cada mata, de cada ramaje adornado de dedos espinosos, surgía la melancolía con su sonora presencia de ranas y chicharras.

Era mi último día. La partida puede significar un manojo de flores luminosas o un manojo de flores espinosas. Todas se dan en el monte con su fragancia cautivante, con su misterio eterno de lujuria natural, como los dioses olvidados que rigieron milenariamente los destinos de nuestras sierras.

Entonces éramos todos parte del monte. Tú, Gabriel, yo Graciela, el Abuelo ... y los múltiples primos. Era aquel tiempo cuando para mí la magnificencia de los talas erguidos sobre las rocas, relatábanme leyendas de un mundo vivo y cercano. De un escenario de magia inagotable que golpeaba sobre los vidrios de mi ventana, en las noches tormentosas cubriendo de relámpagos las sierras.

Era el inmenso panorama donde pervivían los fantasmas de aquella eternidad, que a través de las rocas incrustadas en las laderas, invocaban los nombres perdidos de sus antiguos dueños y habitantes… de estirpe india.

Eran los tiempos en que el arroyo manso y cristalino escondía bajo una sonrisa enigmática, sus amenazas de crecientes. La fuerza oculta y terrible que arrastraba a su paso por los valles en forma incontenible: el ganado, las piedras, los cercos, las pircas, la vida...

Débil como un hilo de plata, serpenteado de collares parduscos, en su lecho de piedrecillas inocentes rota su energía del verano y en aquella melancolía de marzo, que anuncia ya la aridez de la sierra invernal... el arroyo gimió, doloroso, impotente, ante mi partida.

Yo conocía esa voz. Su resonancia y su ritmo. Pero no comprendí el mensaje.

—¡Quédate Graciela!— me imploró —Si hoy partes ya no volverás al monte, ni oirás más este coro nocturno de coyuyos arrullando tus sueños— ¡Pero yo su reclamo ya no lo oía!

Llegaste entonces con tu aire montaraz, como la infancia que nos uniera, cabalgando en tu potro alazán. Desmontaste erguido, esbelto y natural, inconsciente de tu esplendor nativo donde la energía inicial se concentraba junto al misterio de un pasado, subyacente en las raíces mismas de los talas. Como el aromo en su belleza arisca la sierra corría por tus venas, milenariamente, desde un remoto pasado sin tiempo. Incalculable…

Quizás te contemplé por un momento, por vez primera, en forma diferente. Estabas como yo en ese apogeo donde comienza la juventud, donde todo es bello porque es nuevo, como son bellas las flores al romper los pimpollos. Mas eras, Gabriel, un cardo de planta espinosa cuyo violeta azulado compite con el cielo, cuando se esconde en el horizonte recortado por el monte.

Pero era mi partida. Era mi despedida de una existencia que para mí, no habría de repetirse. Ya no serías más nuestro guía, entre todos los primos, por senderos desconocidos. Ni buscaríamos más tu ingenio para lograr el retorno, a través del monte inexplorado, cuando al atardecer nos enceguecían las sombras y añorábamos el calor del bracero enrojecido.

Ya no serías más el héroe que nos salvaba de esa cruel amenaza de las víboras, artera yarará, en medio de la maraña agreste y espinosa, tras cuyas piedras se enroscaba el inquietante enemigo. Ya no te buscaríamos más para conducirnos hacia nuevos depósitos con placas de mica negra o plateada, cuando escapábamos por las ventanas de la vigilancia del Abuelo, en las silenciosas horas de la siesta.

Yo me alejaba de estas sierras aromáticas y coloridas, vivenciales en su entorno junto a nuestro Abuelo, nevadas en invierno o con su verdor veraniego. Cubiertas siempre por vertientes cristalinas entre pircas enyuyadas recorriendo sus laderas. Me apartaba con prisa en aquel atardecer, dejando atrás mío ese conjunto que me hizo crecer. Dejaba a mis espaldas mil imágenes impresas en el paisaje de esa casona solariega, que nos cobijara juntos hasta entonces. Era aquélla la vida que para mí no habría de volver. Aquélla, tal cual era,

¡Tal cual fue tánto tiempo!

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Entre las imágenes de ese pasado perdido, que ya nunca más sería. Entre el susurro ondulante que aún sacude en mi oído las arboledas del contorno. Cuando surge tu recuerdo como el personaje de leyenda de ese mundo encantado (que tuvo realidad pero se precipitó en el abismo del pasado, donde todo se pierde pero nada se olvida)… Evoco ahora momentos simples y sin embargo impresos como realidad perenne. Porque la infancia vivirá siempre en nosotros y se hará más fuerte en nuestros sentimientos, mientras más nos apartemos de ella.

Con una claridad que el tiempo no ha borrado, cuando vuelvo a mis recuerdos, reconstruyo estampas nunca perdidas. Imágenes vivas donde aún somos niños y estamos juntos, departiendo ese mundo serrano entre vizcachas y corderos. Nos hallamos nuevamente allí en nuestro nido, como un cóndores erguidos extendiendo sus alones.

Entonces me pregunto cuando me incorporo al instante aquél cuando desmontaste de tu alazán para despedirme, en ese atardecer melancólico de marzo inundado por el otoño, cuando el monte comenzaba a desnudarse para ofrecer su paisaje de espinos. Cuando los talas descubrían su ramaje obscuro y centenario. En ese momento en que comprendí que ya no éramos niños… y que nuestras existencias paralelas iban a bifurcarse.

¿Por qué no vi entonces que te abandonaba en el surco de un camino de huella?

Surco áspero, agrietado, arisco y personal, hecho para un solo hombre. Para aquél que vaga como tú con sus pensamientos, sobre el escenario de nuestra sierra indomable y salvaje. Donde los churquis agrietan el cemento de los caminos linderos. Donde el arroyo crecido derrumba las construcciones cercanas.

Hoy que te recuerdo como el intérprete principal de ese sonriente pasado, entre la arenisca dorada de los ásperos valles invernales salpicados con planchas de mica, tu imagen se me transforma en una figura milenaria . Como corporación sobreviviente de tus antepasados nativos... ¡Cuyos fantasmas nos acompañaron tanto tiempo por las excursiones serranas!
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Te recuerdo cómo eras en aquel momento, quizás mucho más que como fuiste después, cuando creímos engañosamente estar más cerca, buscando recuperar el tiempo por medio de la pasión juvenil. Era entonces en aquel atardecer de mi partida, como en los anocheceres infantiles que nos sorprendían en el vacío de las pendientes, cuando realmente estábamos en mutua compañía.

Porque en aquel momento que sería el último de nuestra infancia, que sería el último de una era irrescatable, yo también estaba más dentro de mí misma y más cerca de tuyo que después... cuando intentamos recobrarlo todo, luego de un regreso imposible.

Yo ignoraba en ese instante último, lo que hasta ese momento poseía. Ignoraba lo que estaba a punto de perder, por ese camino ineludible, que me llevaría de allí hasta la ciudad, sin pausa y a toda prisa.

Te tenía a ti y no lo sabía. Tenías en aquel momento el esplendor de la naturaleza que nunca ha perdido su esencia original. Virgen en su poder ancestral, pura y cautivante como los brotes jóvenes de los árboles. Bajaste con prisa de tu alazán, ágil y sonriente, para montar nuevamente tras breve despedida como si percibieras que el espléndido animal realzaba tu arcaica figura. Eras la sobrevivencia de un mundo antiguo, cuya identificación con la sierra provenía de una voz de la especie más profunda, que todo lo que te unía a nosotros.

Estabas, Gabriel, incorporado al monte por una procreación nacida en el origen del espino. Y el monte se rebelaba como tú, contra el cemento y los motores. Quizás, hoy creo, que por ello tu despedida fue tan rápida y corta.

Y en el bullicio que formábamos todos los primos con nuestra partida y nuestros equipajes, dejaste atrás tuyo una estela de polvo que te ocultó rápidamente, antes de que lo comprendiéramos. Una voz, una conciencia, más fuerte que todo el poderío mecánico de este mundo hacia el cual nosotros partíamos … ¡Te lo había dicho todo!

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En una fantasía momentánea cuando tu silueta parecióme al perderse a lo lejos, como uno más entre los fantasmas escondidos por los churquis, comprendí mi inconciencia pasada ante las imágenes prófugas de aquel verano que concluía. Cuando eras todavía uno de nosotros y el jefe de una banda de chiquillos que de pronto habían perdido su escenario. Habíanse transformado en jovenzuelos y hallábanse prestos a dispersarse por el horizonte.

Era nuestro último verano de la infancia, y sólo lo comprendí el día de mi partida, cuando se perdió tu silueta al galope en una dirección desconocida, sin explicarnos nada.

Tu figura venía del horizonte hacia mí, y tus formas se recrearon en una transmutación de espacio. Se reconstruyó tu imagen en fuga, como era en las tardes cálidas que abandonábamos, cuando bajo la sombra de las parras luego del mediodía, permanecíamos silenciosos acompañando el sueño del Abuelo.

Tu rostro caía en ese extraño estatismo que no pareciera reflejar emociones. Se marcaban los ángulos de tus pómulos y el brillo de tus ojos cobraba forma de pájaro en silencio. Injertos en contraste junto a una extraña nariz filosa y casi corva, te evadías a través de ellos de nuestra presencia, sin ausentarte físicamente. Como intentando volar hacia cielos infinitos.

Era el tuyo un estatismo legendario, perenne, que venía repitiéndose por generaciones. Lo acentuaba la lisura obscura y lluviosa de tus cabellos que volaban rígidos por el viento, Cual crines al galope.

El sol nos invitaba hacia la libertad del espacio y tomábamos todos los primos juntos el camino del monte. Tú abrías la marcha. Caían los rayos sobre tu rostro y sobre tu torso desnudo, que ante aquella claridad enceguecedora de la siesta serrana, recortaba la osamenta marcada de tu cuerpo ofreciendo su ejemplo de naturaleza pura y heredada de tiempo. Era hermoso verte así al aire entre nosotros, en aquel conjunto casi infantil que formábamos en busca del sol, para ahuyentar al invierno amenazante. Cuando todos íbamos con las pieles descubiertas y la tuya emitía un brillo y una tersura incomparable.

Parecía contrastar mágicamente su belleza aterciopelada, con la dureza acrinada de tus cabellos. Esa piel soberbia de tu especie, increíblemente lisa, purificada en su ausencia de vello. Brillante como el pardo rojizo de los ladrillos esmaltados. Tu torso en su desnudez, esbelto y musculoso, denunciaba a gritos la llama de tus antepasado.

Eras el primero entre todos en precipitarte sobre las ollas mansas que el arroyo forma aguas arriba. Y al emerger de aquella agua casi helada, brillaba húmeda y lampiña toda tu naturaleza, con la energía misteriosa de tus remotos ancestros nativos, que expresaban su emoción sólo en el movimiento de la boca.

Aquellos pretéritos dueños de las cumbres serranas, vencidos y perdidos, que deambulan todavía como almas vigilantes a través de las quebradas. Se esparcían por tu intermedio junto al aire que nos rodeaba y creíamos percibir sus voces en la soledad del monte, aplastado por la siesta, antes de romperse en el coro de ranas nocturnas.

Otras veces, entre las rocas horadadas de morteros, como cóncavos recipientes tallados en basalto (donde antaño realizaran sus antiguas ceremonias) nos parecía el viento moviendo las ramas, como un cántico misterioso que retrotrajera el pasado.

Y allí quedaste junto a todos ellos, en el mutismo silencioso de tu escenario, mientras a mí me devoraba la distancia ¿Por qué nadie nos dijo entonces que llevábamos sangres gemelas? Pues aún no sabíamos que éramos primos hermanos ¿Por qué ocultaban en silencio tu bastardía como un acertijo?… pero criándonos juntos.

¿Por qué fui yo elegida y tú abandonado?

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Atrás mío tu silueta se esfumaba en el monte, ese mundo del que yo me apartaba. En el valle arenoso bordeado de ramaje enmarañado, que había nutrido mi infancia con leyendas ¿Pero fuiste acaso tú, Gabriel, la única víctima de aquel designio ciego dado por los otros? ¿No fuimos los dos, conjuntamente, arrojados a un destino incierto, a una vida sedienta de amor inconsolable?

Ya nada sería más como antaño, cuando estábamos juntos sobre la ladera despejada del monte. Yo llegué a la estancia del Abuelo no sé en qué instante primario, cuando aún mamaba, y me amamantó la leche de tu madre. Fuimos hermanos de leche y criados como dos corderos, dentro de los predios de la vieja estancia ¿Por qué nunca preguntamos entonces quién fuera tu padre? ¿Por qué lo ocultaban? ¿Por qué vivíamos allí compartiendo la casa de un Abuelo vetusto que te guardaba a su lado? ¿Por qué nadie nos dijo entonces, que él era también tu Abuelo?

¿Por qué no supimos entonces quiénes éramos?

La sangre nos unía y la sangre habría de separarnos. Lo había dispuesto mi padre Me estaba destinada la ciudad. El conflicto. La escuela. A ti en cambio, solamente el monte. El mismo de tu madre. Y tú eras Gabriel, el más rico sin saberlo.

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Cada diciembre al regresar todos los primos en conjunto para encontrarte, para nutrirnos de aroma selvática, para adormecernos en el cántico nocturno de las ranas. En esos regresos nostálgicos de aquellos veranos, donde nos mecíamos nuevamente en la armoniosa compañía del Abuelo, allí estabas a su lado Pero ahora era distinto.

Cuando ilusionada intentaba poblar nuevamente mis rincones olvidados, yo traía conmigo sin advertirlo, como una carga solemne, el ritmo de las calles de cemento. La frialdad de los caminos metodizados. La estrictez de la escuela secundaria. La conciencia ciudadana. Los pulmones ennegrecidos en su aire de motores. Y había ahora yo, empezado a olvidar el fuego de la naturaleza.

En mi tristeza impotente por asir un mundo que se evadía de mí, busqué en cada regreso tu compañía, sin advertir que era yo, quien ya no estaba más allí… ¡Y estaba muy lejos tuyo!

Fuimos los dos como dos pájaros selváticos, criados entre las peñas y acostumbrados a entonar los mismos trinos. Cuando cazado uno de ellos en medio del vuelo, es llevado a un sitio muy distante, donde comienza a diferenciarse prestamente del otro... Estos fuimos nosotros. Pero una voz oculta del pasado nos recordaría siempre el antiguo trino, aquél que uníanos a los genios mitológicos del monte. A la época pretérita de los añosos talas que recorrían en desfile centenario, por derroteros de ensueño, en los relatos nocturnos del Abuelo.

En aquellas imágenes ahora perdidas, como sombras borrosas del pasado, donde el cansancio de la noche cabeceaba en nuestras mentes asombradas, con la niñez en el alma y en el cuerpo, y era más fuerte aún la sugestión que el sueño. Entonces la voz atemperada del viejo Abuelo relataba ensueños de mitos serranos incontables. Un mundo que parecía presentarse ante él, quizás deseando mantener esos momentos congelados en el tiempo, inertes en el espacio, suspendidos como gotas de rocío, para que nunca nos evadiéramos de él.

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Como el río espléndido que se bifurca en dos ramales. Como un astro binario que rompe la rotación mutua. Con toda la nostalgia de aquella época imborrable, yo acepté lentamente o más vale me adapté sin desearlo ni anhelarlo, a esas nuevas imposiciones de mi suerte. Sin rebelión y sin encanto. Sin emoción y sin entrega, fui sin ir a ese mundo diferente. Y me descubrí un día tan lejos tuyo, de lo que yo era, de lo que había sido y de lo que podría haber sido...

Porque el asombro mayor fue no comprender entre los vahos del aceite, en el mundo mecánico de los autos, junto a los centellantes semáforos que cambiaban metódicamente mi ruta acentuando su crueldad en la furia de la prisa. Ante ellos precisamente, como ante dioses o demonios paganos, extraños y envolventes, me pregunté qué hacía yo entre las calles de cemento ¡Y supe allí que todo ese universo me era desconocido!

Entonces comprendí que ignoraba quién era yo … Y qué era todo aquello que ahora dominaba mi vida. Pero aún recordaba quién había sido en la lejanía.

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¿Era posible volver? El ensueño que ofrece la distancia nos precipita hacia anhelos, cual fuego que crispan los sentidos. Todo estaba allí: El monte, impecable, como si la vida se hubiese congelado. Las mismas voces. El mismo coro nocturno. Tu figura al galope y tu espléndido torso rojizo al sol, con la belleza armoniosa de la madurez juvenil.

Ya sabíamos ahora que no éramos niños y que podíamos contemplarnos de una manera diferente. Solo el Abuelo continuaba en su mismo lugar, mucho más vetusto, como figura mítica de sus propios cuentos... ¡Qué fácil es todo cuando el amor pasional embriaga, y qué difícil es todo cuando se quiere dominar la vida!

Era aquélla, la tuya, la del monte, una vida congelada en el espacio. La energía rígida y rugosa pero solemne, la magia del tala erguido sobre churquis invernales con su piel curtida y desnuda. Grandiosa e imponente la sierra invernal nunca es triste, porque es altiva, con la misma sobriedad de las pencas. Pero carnosa en su interior, como el jugo de la tuna. Luminosa como la corola del cardo.

¿Era posible acaso para mí, adherirme a esa pulpa olvidada? …Todo estaba allí. Yo era la que no estaba.

Con la violencia de las tormentas que cubren de luces la serranía. Con la belleza del aromo florecido en copos de oro, sobre valles que aún transitan por el invierno. Con la energía de mis recuerdos... Yo avancé hacia ti, quizás contra mí misma.

La imponencia del monte helado. La escarcha flotando sobre el arroyo. Todo ese conjunto parecía detenerme. Distanciarme. Luego….tu silencio. Tu extraño silencio. Perenne. Antiguo.
Ignoro por qué lo tomaste todo. Por el misterio de tu monte. Por la sagrada casona del Abuelo que nos cobijaba en su magia. Pero sabías mejor que yo, que ya no estábamos en el mismo sitio.

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Cuando la casa se llenaba. Cuando enero precipitábase con su calor abrasante. Cuando el sortilegio del verano cubría de matas el escenario, con su energía viva brotando junto a nuestra puerta., Todos llegaban nuevamente. Todos los primos. Los niños de antaño.

Y el abuelo aún más viejo, casi mitológico. Allí entonces pude verte y pude verme. Estábamos todos juntos otra vez, para presenciar el contraste. Ya no éramos los mismos, nosotros, el conjunto. Sólo tú Gabriel como una penca áspera y llena de pulpa, pervivías como monumento a nuestro pasado.

Eras diferente a nosotros. Habías dejado de ser nuestro héroe y te mirábamos distinto, a través de nuestro orgullo erudito y citadino. Hoy sé que comprendías mejor que yo, en esos momentos, que percibías en las sombras envolventes de nuestros recuerdos, el velo trágico que avanzaba hacia nosotros, amenazando el bello poema de nuestra infancia.

Ninguno de ambos era capaz de continuarlo. Tanto como yo no era capaz de permanecer a tu lado. La tormenta nos había arrojado hacia puertos diferentes, y perdimos las señales de regreso. Ni tú siquiera Gabriel, con ternura o pasión, con silencio o compañía, podías ya reintroducirme de improviso en aquel escenario, antaño perdido.

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Retomar la ciudad es más duro que encontrarla. Se percibe con mayor dolor, ese movimiento ciego que acorta la vida de los hombres. La multitud que sorbe con rapidez los instantes de su vida, porque huye de sí misma y se convence a cada instante, de la importancia de la prisa de cada día.

En mis horas ciudadanas de días asfaltados, llenos de añoranzas, de nostalgias serranas, surgía tu recuerdo de improviso. Mientras los motores sacudían las calles y poblaban de humos tétricos las veredas, mientras mi existencia se evadía deshojada por el viento de la prisa... Me veía contigo como antaño, en la lejanía infantil, cuando los dos marcábamos un ritmo paralelo.

En esos días, sigilosos y casi ocultos, durante la siesta del Abuelo, nos evadíamos de él, adormilado en su sillón de la galería. Y montando a caballo bajábamos al galope tendido hasta el rancho de tu madre, del otro lado de nuestro monte, al pie de los campos del Abuelo.

De esas pretéritas visitas un poco secretas, de las cuales yo era tu única acompañante. En aquel exótico misterio original de tu vida (que fuera tanto tiempo una incógnita para nosotros) la melancolía del ambiente que irradiaba aquel rancho, producíame el sabor de la fruta fresca, arrancada del árbol. Todo era allí vivo y palpitante.

¿Será imposible comprender porqué una juventud como la nuestra, donde todo puede ser nuevo, esté sin embargo llena de añoranzas anteriores? Sin embargo es precisamente allí, donde la inquietud sobre nosotros mismos nos retrotrae a épocas pasadas. Cuando la quietud infantil nos daba una perennidad estática y dulce, incólume en la armoniosa contemplación de la naturaleza.

De esa era encantadora en su sencillez, y ajena a las incertidumbres posteriores, cuando la juventud aún no asomaba con su conflicto, rescato estampas de vida. Cuando el afecto y la compañía surgían como una onda suave. Sin fisuras. O cuando las iras no eran más que juegos... Me quedan de todo aquello fragmentos, como escenas relatadas sin comienzo ni final.

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Así recuerdo el rancho de tu madre, detrás de nuestro monte, en el “Puesto” del bajo donde concluía la estancia del Abuelo. Con su patio de tierra húmeda y apisonada, invadida de perfumes que nutrían una sinfonía de hierbas naturales. Allí vivía mi “madre de leche”, tu madre. Tenía ella para nosotros al llegar galopando, frascos de arrope que endulzaban nuestra boca, luego de nuestra loca carrera al escape.

A su lado una anciana estática, centenaria como los talas, arrinconaba su vejez incalculable bajo la sombra del parral, meciéndose en su silla de mimbre. De su rostro surcado como un pergamino, donde pareciera inscribirse la historia de una América arcaica, más antigua que el hombre, más lejana que las rutas, dejaba evadir su mirada imperturbable, dirigiendo las pupilas de costado. Nos observaba agudamente, sin volver la cara hacia nosotros, y todo nuestro mundo interno quedaba en posesión de ella.

Con ese acento milenario de una raza vencida, pero inextinguible, sonreía a nuestra presencia moviendo apenas los rasgos filosos de su boca. Luego inclinando hacia atrás la cabeza, como intentando medir la distancia hacia las nubes que asomaban entre los racimos de uva, nos ofrendaba sus relatos de leyendas. Casi todas inconclusas, con finales olvidados, que en su magia hechizante trastornaban mis noches con insomnios.
Este es el extraño conflicto de la infancia. Nos cautiva lo exótico y nos atrae por la fuerza del temor. Cuando espanta y desvela. Esa emoción sentida entonces, de un mundo donde seres reales y “ánimas penando” conviven juntos, dentro del misterio serrano, es parte de mis nostalgias. Realidad vivencial que produce el monte solitario, emitiendo su fuerza ancestral, donde todo lo prodigioso se hace posible para los niños.

Por esa misma sobriedad de los talas, cuyas figuras a la distancia se tornan casi humanas, cobrando formas insólitas. Por esa necesidad de la especie en sobrevivir dentro de aquellos relatos, contados por viejos centenarios, es que los niños se han convertido siempre en su mejore público. Como oyentes cautivados.

La ciudad en su dolor cotidiano, íbame recreando las imágenes vivas de nuestro pasado.

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Ahora, cuando desde mi ventana contemplo la luna reposando sobre el arroyo, como un espejo extendido por detrás de las melenas de los sauces, y un coro de ranas canta al amor eterno de la vida. Yo me transporto a ese otro tiempo, de iguales espejos, con corales serranos y melancólicos coyuyos. Te siento transponer en noches como ésta con tu brinco infantil, la pirca de piedras blancas que rodea la casa solariega, como muralla milagrosa de nuestros recuerdos.

Son tus pasos infantiles y ágiles que acuden hasta mi ventana para entrar por ella a escondidas, y llenar mi habitación con luces volantes, recogidas en tus caminatas nocturnas. El ondulante vuelo de la luciérnaga o el recto cometa verdoso de los tucos, con los cuales iluminabas mis noches trayéndome un luminoso desvelo. Oigo todavía las voces de protesta del Abuelo y tu rápido salto hacia la ventana de tu cuarto.

¿Porqué el amor que me trajiste en noches como ésas, bajo las miradas emotivas de los sauces sacudidos por el esplendor de la luna, parecióme siempre el mismo de la infancia?

Como un obsequio traído desde el monte, en reconstrucción permanente de nuestro pasado. Es que tal vez tu imagen en el espacio de mi vida, no transpuso nunca el escenario de mi partida. Eras para mí el mismo Gabriel de antaño, el mismo que se alejó al galope tendido de mi vista, en ese atardecer de otoño cuando mi partida. Y yo no busqué en ti, luego de mi regreso, más que a aquél jinete del principio.

¿Pero era yo la misma luego del vagar errante, incierto, por toda la cruel metodicidad ciudadana?

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En el obscuro esplendor de la noche, cuando la naturaleza se oculta bajo un manto de sombras mágicas y la luna platea entre los árboles de movimiento continuo, una voz cautivante nos convida al ensueño.

A lo lejos, cerca, en derredor nuestro y de cada rincón del monte, el cántico solemne de ranas y chicharras evoca la música más antigua de la tierra.

Fue esa grandeza suprema obsequiada a los hombres, ese apogeo natural entregado por los dioses del pasado para engalanar nuestras vidas. Fue la conmovedora grandiosidad de la naturaleza eterna, frente el hombre transitorio. Fue esa apoteosis creadora del mundo… ¡Lo que yo vine a buscar en la energía de tus brazos!

Más allá del hombre que se apoderaba de mi vida. Más allá del desenlace conmovedor de un amor tempranamente destruido. Más allá del ensueño, que tu lejanía hizo brotar en mí, entre la crueldad de los motores citadinos. Más allá de nosotros y de nuestras emociones, anuladas en el pasado por designio de los otros, más allá de aquella tierna infancia montaraz y placentera como las canciones de antaño…

Más allá del encanto que produjo nuestro reencuentro, con su fuerza juvenil que todo lo arrasa y lo reincorpora, más allá de cuánto puede entregar la vida, a la mujer y al hombre.

Más allá de la magia en nuestros sentimientos, estaba presente en mí, al abrazarnos cautivados por el ensueño, lo que yo adquiría a través tuyo. Consciente o inconscientemente. Cual era la deslumbrante magia del monte, vivencial y eterna.

Más poderosa que nosotros. Más intensa. Anterior y dueña de nuestras vidas.

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Al alejarme en mi nueva partida nadie me llevaba. Sólo yo misma emprendía ahora, un camino descorazonado e incierto. Pero era yo misma esta vez, quien lo había decidido. Si la sorpresa de un nuevo regreso fue indiferente o inquietante para ti, para mí sin duda, era la necesidad que mi existencia reclamaba.

Quizás creí que un niño fuera un regalo. Como nuestra infancia fue un regalo para nuestras vidas. Pero éramos ahora dos los que llegábamos en tu busca, Cuando era tan sólo yo la que llegaba en pos tuya, pues el pequeño no te conocía.

¿Por qué te buscaba? ¿Por la belleza de tu piel bronceada al viento, y cabalgando sobre caballos rojos? ¿Por la dureza de tus cabellos? ¿Por el aire natural y casi salvaje con el cual escalabas las peñas? ¿O por esos ojos color cielo que heredaste del Abuelo, luminosos junto a tu perfil de cóndor?

Por todo ello. Por nuestro entorno y nuestra tierra. Porque eras el único de los nietos que había quedado allá en la estancia serrana junto al Abuelo... Ahora ya casi milenario, como tus recónditos antepasados nativos. Y tú, Gabriel, con él siempre. Y él contigo sin separarse nunca. Juntos los dos entre los corderos, los cóndores y los alazanes.

Y ambos siempre increíblemente unidos, pervivientes en las altas cumbres cordobesas, aspirando las fragancias envolventes del monte. Recorriendo sus pampas y quebradas, su arroyo calmo o vigoroso, como visiones imborrables en una dimensión de espacio, sin tiempo. Conviviendo con la Pachamama, dueña ancestral de aquel paisaje que habíanos amamantado desde el comienzo. Con Ella en su plenitud, siempre inmortal y poderosa.

Porque ya sabíamos ahora, que él era también tu Abuelo. En el velo descorrido de aquel misterio, eras Gabriel en esa conjunción de tiempo, su único heredero verdadero. Un trasladado de escena desde el mundo pretérito hacia el presente, donde nieto y abuelo parecíanme ahora, como el hechizo arcaico de un mundo que fusionaba frente a mí… Dos figuras en una sola.

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Allí estaba tu hechizo sobre mí, porque era un hechizo arcaico. Porque me lo transmitía el rumor del arroyo y su creciente salvaje, arrollante.
¿Qué vine a buscar a tu lado cuando ya había cambiado de ruta, en busca de otras realidades? Tal vez vine sólo a mostrarte un niño. ¿Y …yo... no importo?

La sobriedad. El silencio pausado. Una conducta eterna que salía siempre a través tuyo, me impidió como otras veces alcanzar a ver la percepción total de tus sentimientos.

Porque yo no era más parte del monte. Y sin embargo estaba unida a él, como a ti, como al Abuelo, como a los talas. Como a los cóndores vigilantes en las bellas quebradas serranas, y ya no podría nunca arrancarlos de mi vida. Serán siempre para mí, nuestro abuelo, tú y ellos, la evocación de un poder que va más allá del hombre.

El poder que arrastra el agua desbordante y crecida del arroyo. Tenue en su hilo plateado, e indomable en su seno espumoso y ennegrecido. Y ese poder por una transmisión de tiempo, pervivía siempre en ti por tu fidelidad y consecuencia, con el escenario de nuestra infancia.

Si la belleza pura, brillante y lampiña de tu piel, habría de conmoverme nuevamente. Si yo iba a comprender al fin que tu sobriedad tan altiva como la del tala, no me sería reemplazable. Y que en su totalidad nunca la había reemplazado. Por ese mismo llamado de la especie que nos unía, y que hallábase impresa en mi pasado como en el tuyo. Fue allí cuando escuché la antigua voz del monte, que me reclamaba.

De este peregrinaje desolado donde mi juventud buscó caminos, emociones y consuelos marginales, por diversas sugestiones de la vida. Donde yo busqué incesantemente sin lograrlo, un hechizo encantado que me brindara la ruptura con el viejo ensueño …Nada ha quedado… ¿Pero era necesario un divagar tan incierto de marchas y retrocesos?

Tanto como nuestra interioridad lo requiere, para identificarnos con nosotros mismos.

Cuando lo he negado todo. Cuando la frescura a yerbabuena de tu aliento, me resulta incomparable. Como aquel sabor arcaico del fresco berro que nos brindaba, generoso, el arroyo. Como toda aquella armonía inextinguible, también estamos nosotros. Inextinguibles como el monte. Como la dulzura cautivante de la peperina inundando las habitaciones. Como el coro nocturno de ranas y chicharras que me despidieran en un lejano pasado. Como la vida que nos reunió y nos unió múltiples veces.

Porque de cada atajo del camino llegaré nuevamente al monte. Y estaré en tus brazos, como en los brazos del tala. Como en la caricia de plata dada por la luna entre los sauces melancólicos.

Regresaré una y mil veces al monte porque es mi especie. Mi imagen sagrada de mitos inmortales, antiguos como la naturaleza. Como nuestra sierra mágica y prodigiosa. Porque han nacido con ella y para ella.

Y tú y yo, los dos juntos, Gabriel y Graciela, pertenecemos a esta dimensión sin tiempo, de una esencias pura, que sobrevivirá a los hombres torturados del presente, en sus cárceles de acero.

Cuando las voces nocturnas te invadan junto a la sierra y aún no hayas desmontado, piensa que puedes hallarme hoy o mañana. Porque a tu puerta volveré una y mil veces, como se vuelve… al interior de nosotros mismos.

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Texto agregado el 16-10-2015, y leído por 71 visitantes. (2 votos)


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