DE ESPALDAS A MÍ MISMO
A través de los siglos, Sicilia, por su especial ubicación geográfica que la dispone como puente entre dos mundos, ha sido la isla más veces conquistada y eso la convierte en un libro viviente de historia y de arte de muchas culturas. Sin excepción, los ejércitos antiguos y modernos han hollado su territorio, desde los cartagineses, los romanos, los normandos hasta el afamado George Patton en la segunda guerra mundial, todos han considerado que la isla es un viaducto necesario en sus proyectos de victoria. La mezcla de razas, civilizaciones y conocimientos han sido semillero de talentos de primera línea. Limitándonos a las obras maestras de la literatura, baste recordar a Luis Pirandello, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Leonardo Sciascia, Gesualdo Bufalino y más recientemente a Andrea Camillero.
Cuando la visité por vez primera no dejó de intrigarme un hecho muy curioso: en todos los poblados costeros, las casas están de espaldas al mar, como si sus habitantes le tuvieran miedo y prefirieran ignorarlo. Y así es en realidad. Por siglos, del mar les llegaron las invasiones, las tormentas, las desgracias, los conquistadores, la muerte. Muy pocas veces la felicidad.
En el ejercicio de la profesión me he encontrado con el mismo fenómeno. Muchas personas, más de las que pudiéramos imaginar, han aprendido a soslayar todo aquello que les causa temor o que intuyen como fuente de amenaza o sufrimiento. Algunos, movidos más por la curiosidad que por la necesidad, se aventuran hasta mojar sus pies en los linderos de la consciencia, pero una vez ahí, les paraliza el temor, el prejuicio o la desconfianza al intentar ir más allá y bucear en eso que hemos dado en llamar inconsciente, pues al igual que los antiguos marineros, se imaginan que ese proceloso mar océano pudiera albergar monstruos misteriosos y terroríficos.
La antigua inscripción “Conócete a ti mismo”, colocada por los siete sabios en el frontispicio del templo de Delfos, con el propósito de alejar al humano de las adivinanzas y las supersticiones y afirmarlo en el terreno de las certezas, se ha convertido en un consejo muy sabido pero difícil de seguir, pues para muchos se presenta como un camino escarpado, con precipicios a los lados y envuelto en la niebla que se vuelve más densa a cada paso.
Cuántos de nosotros no hemos oído de personas que no van al médico porque tienen miedo de descubrir que padecen de tal o cual enfermedad y es mejor vivir la santa paz de la ignorancia que la angustia del conocimiento, ya se trate de algo físico, o peor aún, de una anomalía psicológica.
Extraña actitud, pero muy humana. Pareciera que, desde que el antepasado bíblico, imprudente o ambicioso, comió del árbol de la sabiduría que le abrió la inteligencia, al precio de condenarlo al dolor y la muerte, el ser humano ha quedado con recelo de intentarlo de nuevo. Prefiere ignorar a sufrir. Dentro de sí hay un freno que lo entretiene, algo que le previene de abrir la caja de Pandora de su yo desconocido, y es cauto para no abrir puertas potencialmente nocivas, igual que el gato que una vez probó el agua hirviendo, en adelante se vuelve desconfiado de todo líquido.
Para algunos, la norma idónea que mejor se les acomoda pareciera ser, si el saber me va a doler, es mejor ignorar. Más, la realidad para el que se atreve a adentrarse en aguas profundas puede ser una sorpresa liberadora y gratificante. En el tinglado de las satisfacciones humanas, quizá no haya nada tan estimulante como la experiencia de afrontar los propios miedos y descubrir que se fue capaz de derrotarlos al no ser tan fieros como se los imaginaba. Por algo, el Maestro, conocedor de nuestra naturaleza nos animaba a vencer el temor y nos revelaba como pieza fundamental de su enseñanza que la verdad nos haría libres. Libres para decidir, libres para creer o no creer, libres para amar o pasar de largo, libres para ejercer el derecho de usar nuestra propia cabeza. La opción es nuestra. Siempre lo fue.
|