Don Crescencio, acaudalado y poderoso hombre de negocios, se encontraba en su lecho de agonía en la espera de la dama de negro que se le acercaba. Su joven y hermosa esposa, dueña de unas piernas escandalosas, lo atendía llena de solicitud, siguiendo las indicaciones del guapo y asertivo médico.

El enfermo se animó, pues su esposa le acababa de decir que el galeno le había asegurado que se pondría bien. De la cocina le llegó un aromático perfume de café recién hecho. El lacerado llamó a su pequeño hijo y con voz apenas audible le pidió:

—Dile a tu madre que me traiga una tacita de café.
Fue el niño, regresó a poco y le informó al señor:
—Dice mi mamá que el café es para el velorio.