El verdugo

Aquella tarde, Domingo salió a la calle pletórico de alegría. Respiró profundo la primavera, saludó a un vecino que tan siquiera le miró y entró en la taberna sonriente y dicharachero.

-¿Qué le habrá pasado a este?
-Le habrá tocado la lotería. ¡Qué sé yo!
-No le dirigas la palabra, Agustín.
-¡Ni loco! ¿Yo, a ese? ¡Ni agua!
-¿Cómo se atreve? ¡Qué poca vergüenza!
-Y va tan sonriente, el gachó.
-Vámonos de aquí, Agustín. No quiero respirar del mismo aire que respira este asesino.
-Yo tampoco. Vámonos.

Domingo ultimó su chato de vino y salió de la taberna sosteniendo la sonrisa. A su paso, los vecinos se echaron a un lado, extrañados de su alegría.

-Es la primera vez que le veo sonreír en treinta años- comentó una anciana de nariz aguileña.
-Quizá se marche del pueblo-opinó el tractorista para subirse los pantalones.
-Yo creo que ha perdido el norte -alegó el viejo maestro acomodando frente a sus negros ojos unas pequeñas gafas de ver.
-Pues a mí me parece que lo que ha perdido es la vergüenza-señaló Liceria, visiblemente enojada.

Domingo se detuvo, barbilla en alza, y expuso su alegato.

-Lo que he perdído es la memoria, señora. La he arrojado al fuego antes de salír de casa-apuntó para echar a andar con la sonrisa ensanchada.