Conocí a un tipo. Aún me cuesta reprimir una sonrisa cuando le recuerdo. Era,... cómo te diría? Bueno, no era exactamente lo que era, pues no era gran cosa. En realidad era pequeñito, sí, pequeñito. Cuando le abrazaba o nos besábamos frente a un espejo parecía que estuviera apretando entre mis brazos a un adolescente a medio hacer. Era más bien lo que él veía en mí, y cómo su mirada me transformaba en otra. Es decir, yo le podía estar observando y él era quien dibujaba en mi rostro un marco de luz que cargaba de misterio mis pestañas. Algo parecido le sucedía con la boca, tenía unos labios no muy gruesos, pero al contacto con los míos, nuestras bocas se fundían pareciendo ambas el doble de su tamaño real. Fue conquistando partes de mi cuerpo, poniéndoles nombre. Recorría por ejemplo con sus manos mis muslos como un enorme tsunami pasando por encima del desierto hasta estrellarse contra mi cadera, a donde escalaba y repetía siempre, "la cresta iliaca".
Como te decía era pequeñito, mis piernas parecían crecer a su lado, se extendían como hiedras para atraparle, para que se moviera entre ellas como un hurón, o como un zorro escabulléndose en el último momento de la cacería antes de ser atrapado cuando retiraba su boca para evitar ser besado. Le costaba que me corriera, un día sin embargo, me convertí en una llamarada negra con mi cabello suelto y los ojos por fin cerrados, por fin concentrados en mí misma. No era mi pecho, eran sus manos cubriéndolos y elevándome cada vez más porque no podía permitir que mis pezones no estuvieran duros.
Conocí a un tipo al que creo que nunca llegué a conocer muy bien, ni tan siquiera de pasada, pero que me dejó el buen sabor de boca de una ráfaga de aire cálido en una fresca tarde de septiembre. |